Bolivia: El Teatro de Los Andes



Son la compañía de teatro más reconocida de Bolivia. Entre sus integrantes hay argentinos, polacos, brasileños e italianos. Recorren el mundo de festival en festival pero la mitad del año viven trabajando exclusivamente en su arte en una casa de campo en las afueras de Sucre. 






¿Qué pasa si te digo que podes ir a vivir a una casa en el medio del campo para dedicarte pura y exclusivamente a la mayor de tus pasiones?¿Y si fuera el teatro?¿Y si fuera en Bolivia?
Cesar Brie no esperó a qué alguién le respondiera la pregunta. Junto con Paolo, un amigo que había hecho en una casa okupa de Milan, el dramaturgo argentino volvió del exilio hace más de quince años para cumplir con su sueño.
“Entre los dos juntamos 10.000 dólares. Recorrimos latinoamerica en busca del lugar adecuado para instalarnos y por una de esas cosas del destino nos quedamos acá”. “Compramos la casa, la remodelamos, compramos un auto. Todo nuevo. Todavía éramos muy gringos. Ahora hubiera comprado uno usado por tres veces menos. Paramos cuando nos quedaban 1.000 dólares. La compañía ya tenía ocho integrantes y nos dimos cuenta que había dos posibilidades: o ensayábamos duro durante 2 meses con esa plata para poner la obra en marcha o salíamos a trabajar a la calle para ensayar más relajados. Nos decidimos por los primero y de alguna manera eso se convirtió en una filosofía de trabajo. No dejamos que la economía nos ajuste sino de que ella se ajuste a nosotros. Los primeros trajes eran de lona y comíamos poco. No teníamos sueldos como ahora y la casa era la mitad de grande que ahora. Pero presentamos nuestra obra “Colón” (una sátira del descubrimiento de América) y todo Bolivia quedó estupefacta con nuestro arte”.
Cesar me habla en la terraza de su chacra en Yotalla, un pueblo a media hora de Sucre, con aires a sierras cordobesas. La casa es un bullicio por la cantidad de visitas que trajó el Festival de Cultura de Sucre, donde el Teatro de Los Andes presentó su obra “Cíclope”. Hay galerías amplias, mucho verde, una cocina amplia con dos mamitas que cocinan para toda la compañía (y los invitados de turno también), una biblioteca, un establo hecho sala de teatro, y una capilla remodelada donde Cesar y sus compañeros se reunén a discutir los devenires de la convivencia y el arte.
Después de quince años de existencia, los miembros de la compañía tienen un sueldo de 100 dólares además de techo y comida. Y como hay un grupo de personas que ayudan en las tareas domésticas, su única obligación es dedicarse a lo suyo, el teatro. De los doce meses del año, la mitad suelen encontrar al Teatro de los Andes en Europa, girando y básicamente recolectando fondos para subsistir la otra mitad. En ese tiempo los miembros de la compañía ensayan, se capacitan, pero también difunden su obra de manera gratuita por las poblaciones más pobres de Bolivia. Y realizan talleres, que son casi de vital importancia en un país donde no existe una carrera específica de teatro.
(María) Teresa (Dal Pero), es italiana, llegó a la compañía casi en sus comienzos, allá por el 92. Habla pausada y serena, sin acento, mascando coca. Dice que no extraña su país, que ya ha creado su lazos en Bolivia. 
“Empezamos temprano por la mañana tipo 6 o 7 con un entrenamiento físico que es variado según las épocas y que puede durar entre una y tres horas. Después desayunamos, practicamos música, y en las tardes ensayamos o hacemos otros tipos de ejercicios de improvisación o manejo de elementos, como zancos o malabares”.
“Mucha gente piensa que somos unos obsesivos pero yo creo que es un lujo que nos damos el hecho de poder trabajar en teatro todo el día en vez de tener que hacer otras cosas. Un músico si quiere ser bueno tiene que ensayar muchas horas al día. Nosotros hacemos lo mismo. Trabajamos con nuestros cuerpos, nuestras formas, nuestras mentes”.
Para estar en la compañía es necesario seguir este ritmo, tocar al menos un instrumento, y practicar otras habilidades como contar cuentos, hacer algún tipo de malabares, proponer obras o ejercicios, y dictar talleres.
“Trabajamos 7 u 8 horas diarias de lunes a viernes. Y los sábados se trabaja medio día y después los chicos tienen libre hasta el lunes. Al fin y al cabo es como una fábrica. Una fábrica de arte”, dice Cesar.
“La selección de los miembros de la compañía de da de forma caótica, casual. La gente se acerca y el tiempo solo va decantando si seguirán o no. Algunos tienen talento pero les falta actitud. Otros tienen actitud pero les falta solidaridad. Algunos tienen las tres cosas. También se acercan integrantes de algunos grupos de teatro. Ahí nosotros preferimos no desarmar las compañías. Les damos nuestro apoyo desde afuera pero les pedimos que sigan su tarea”.
Soledad (Ardaya) llegó en 1997 para un taller de teatro y después le ofrecieron un reemplazo en la obra “Las Abarcas del Tiempo”. Cuando sus amigos, que han venido a visitarla desde Cochabamba, le preguntan cuanto tiempo más piensa quedarse en el Teatro de los Andes pone cara de desconcierto. Como si nunca lo hubiera pensado, siquiera oteado la posibilidad. “Me siento tranquila acá, aprendo mucho, y si bien a veces hay problemas de convivencia, por lo general se resuelven con diálogo”. “Yo vivía en Porto Alegre, trabajaba, hacía teatro, llegaba a las ocho de la noche a ensayar, cargada con toda la energía de todo el día, la calle, la gente. A veces era imposible abstraerse de todo esto. Acá encontré esa abstracción”, me dice Alice (Guimaraes), que también llegó para un taller allá por el 98 y nunca se fue. Recién cuando me habla para la entrevista me doy cuenta de su acento portugués. Imposible haberlo imaginado antes del almuerzo, cuando presentó por primera vez para el resto de la compañía un monologo basado en “La historia del Lagarto que tenía la costumbre de cenarse a sus mujeres” de Eduardo Galeano.
En el Teatro de los Andes, todos los aspectos, desde la gestualidad, el lenguaje, los movimientos del cuerpo, la voz, son tenidos en cuenta. Así, sin mucho esfuerzo, Alicia o Teresa dejan de lado las estelas de su idioma y pueden hablar como una mamita cualquiera. Hasta el Turco (Jorge Jaramilli), jujeño, verborrágico, puede pasar, si quiere, por un papacho boliviano. 
“Todos tenemos nuestra especialidad, la de Cesar es escribir, la de Teresa es cantar, yo hago zancos, malabares, pero eso no quiere decir que no tenga también que saber cantar o escribir. También algo bueno que se da en el Teatro de los Andes, es que todas las posibilidades están contempladas, desde una obra monumental como La Ilíada, a una de teatro callejero como es Cíclope, a un cuento unipersonal como el que está preparando Alicia”
“Cualquier integrante del Teatro de los Andes puede ofrecer un trabajo, un texto, una idea. Entre todos decidimos si la llevamos a cabo, si va a participar toda la compañía o solo algunos integrantes, y los que participan, aportan sus ideas”, explica Cesar. “Lo bueno es que Cesar es el director, pero también es una persona muy abierta a las sugerencias, o las opiniones que nosotros podemos tener como actores sobre nuestros personajes y sus diálogos”, me dice Teresa.
Además de Colón, su primera obra, y La Illíada, que ha sido el proyecto más ambicioso que han encarado hasta el momento, y que ha recorrido todo el mundo sin ningún tipo de ayuda por parte del estado boliviano o las empresas, el Teatro de Los Andes ha llevado a escena un sin fin de obras, entre ellas, una adaptación del Ubu Rey de Alfred Jarry a Bolivia, y otra de Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Marquez.  
“Por suerte hasta ahora la hemos pegado con cada una de la obras que hemos hecho. Nuestra labor es superficial porque nadie nos la pidió, pero necesaria porque es increíble como la gente responde. Yo admiro mucho al pueblo boliviano porque no es un pueblo instruido, pero con un gran arte en sí mismo. La educación a veces no tiene que ver con la cultura. Nosotros, por nuestra parte, tratamos siempre de no perder el rumbo. El día que nos achanchemos y dejemos de hacer las cosas con pasión y sentido social la gente va a dejar de vernos y esto va a desaparecer y con justa razón”, se sincera Cesar.
“De todas maneras la convivencia es difícil y a veces estar todo el día dedicado al teatro es una exigencia muy grande. Por eso yo lo único que pido a los actores es un compromiso de tres años cuando se inicia una obra. Si uno de los integrantes desea irse de la compañía igual está obligado a actuar en esa obra cuando se lo requiera. Ahora por ejemplo esta por vencer el plazo de la Illíada y hay algunos de los integrantes que se marchan. A la tarde tenemos una reunión porque estamos en un momento de crisis. Y bienvenido sea. Incluso yo, que actúo en la Illíada, estoy cansado de actuar. Ya estoy viejo para hacer giras y tengo ganas de escribir”.
El 2002 fue un año de crisis para el Teatro de los Andes. El Turco, junto a Freddy y Cristian, dos de los integrantes más viejos de la compañía, decidieron dedicarse a proyectos personales y abandonar la casa rumbo a La Paz o Argentina. Cesar, por su parte, se tomó cuatro meses para arreglar su situación con su ex esposa (fundadora del Teatro de los Andes) y su hijo que viven actualmente en Italia.
Los rumores corrieron por todo Bolivia, donde la compañía es un mito viviente. “Es obvio que algún quilombo hubo”, comenta Silvia, artesana de Yotalla, y amiga de muchos de los integrantes del Teatro de los Andes. “La crisis no existe, es el año donde se han puesto más obras del Teatro de los Andes en escena”, me dice unos días después en Cochabamba, Mamerto Betanzos, ex manager del grupo.
Más de un año después, en el Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá, me vuelvo a encontrar con Teresa y Soledad. Están presentando la obra Frágil escrita por Teresa y Cesar Brie. La italiana me cuenta que se ha tomado una licencia de un año en la compañía y que está viviendo en México.
“Sentí la necesidad de hacer mis propios proyectos y también de encarar otras actividades como el canto. Si bien Yotalla es un lugar muy tranquilizador, uno a veces también necesita más contacto con el exterior. Ahora que tuve que volver a Bolivia para ensayar la obra me di cuenta que extraño mucho el país, pero no la granja del teatro (de los Andes) en especial”, me cuenta.
Soledad sigue viviendo en Yotalla, pero en un par de meses, también deja la compañía para irse a vivir a La Paz. “Tengo alunas ofertas para hacer cine, y también algunos proyectos que me interesan y que no puedo hacer en medio del campo”, me dice. “El Teatro de los Andes me ha servido mucho como escuela y no voy a perder el vínculo con ellos, pero a veces uno necesita otras cosas, y entonces la vida comunitaria se vuelve asfixiante”.
Con respecto a la supuesta crisis, Teresa me dice que “a habido algunos cambios en la compañía. Se ha ido mucha gente, pero también vino gente nueva como Daniel (Aguirre, que también participa en Frágil). También como Daniel y otros integrantes de la compañía están con pareja, con hijos, la convivencia ha cambiado mucho. Hay gente con otras necesidades como pañales y llevar a los chicos a la escuela, y bueno, a veces al estar en la misma casa, uno termina haciéndose cargo de los niños”.
“También Cesar ha estado muy ocupado y se la pasa mucho en Italia. Hace poco vinieron un par de chicos para integrarse a la compañía y le dijimos que mejor esperar. De todas maneras seguimos presentando La Illíada y Frágil, y ahora Cesar está por estrenar en Bolivia una obra nueva sobre la corrupción, que tiene mucho que ver con la problemática actual del país. Otra cosa muy linda que hicimos fue un teleteatro para una radio comunitaria. Cesar recogió casos reales de abusos de mujeres y escribió la telenovela, y todos participamos, hasta la gente que trabajaba en la radio, y un vecino, hijo de un campesino de Yotalla. Lo íbamos a buscar a la escuela y lo llevabamos para la radio. Fue una buena experiencia, y una muestra que hay cosa nuevas para hacer. Yo creo que el Teatro de los Andes siempre se va ir transformando para afrontar la realidad de otro manera, siempre tratando de aportar algo interesante al mundo en que vivimos, ya sea dentro o fuera de la compañía”.
 
RECUADRO

IX Festival de Teatro de Bogotá. Un Mundo para ver.

“Venís para la época más linda de Bogotá”, me dice Ricardo, un diseñador gráfico oriundo de la capital colombiana. Y es que más allá de las críticas que puedan hacérsele (ya lo verán), el Festival de Teatro Iberoamericano ha logrado transformarse no sólo en uno de los más importantes del mundo, sino también en un evento que sirve para revolucionar la ciudad, y llevar el arte a las calles.
Además de las 617 funciones del festival, la gente pudo ir a las 140, del festival de Teatro Alternativo, organizado por la Corporación Colombiana de Teatro, o al encuentro de malabares que se desarrolló por la misma fecha, o simplemente deleitarse con los numerosos artistas que se acercan a Bogotá para aprovechar la afluencia de público, de todas partes del país, y del exterior también.
Así, por más que las entradas del Festival Iberoamericano estén muy por encima de las posibilidades de la mayoría de la gente, y que las salas se llenen de un público elitista, mucho gringo, y sobre todo participantes del evento (de los reales y los colados también), la calle también tiene su fiesta.
“Es un evento hecho para la pequeña burguesía bogotana, un entretenimiento de semana santa”, me dice Tomás Latino, director de la Fundación Tierra Adentro, de teatro. “La verdad que el nivel de las obras callejeras es vergonzoso, y la gente ayuda por su falta de cultura. Traen una danza de Marruecos, no importa lo mala que sea, y ya todos están contentos”.
“Por mí, que hagan lo que quieran los ricos, yo aprovecho para hacer un poco de plata y de paso puedo ver artistas como el español este que canta bien bacano”, me dice Alberto, mientras vende café en la presentación al aire libre del Evangelio Según San Mateo del cantante flamenco Diego El Cigala.
La gente sale a la calle, se amontona en el desfile inagural. No importa que Bogotá sea una ciudad sitiada, y que los soldados aparten a los niños de la primera fila con ametralladoras, o que los clásicos encuentros de artistas callejeros en El Chorro de Quevedo sean despejados antes de la medionache por grupos militares, el mal nivel de las obras de calle, y la intromisión constante de las publicidades de Bell South o Gas Natural (Noemi Klein ya nos lo advirtió en No Logo).
“A mi el festival de teatro, al igual que el gobierno, me tienen sin cuidado. Yo aprovecho la gran cantidad de gente que hay en la calle para mostrar el trabajo de mis niños”, me dice Fambuesa, directora del grupo de teatro y malabares “Hijos de la Tela”, salido de su taller para chicos de la calle.
“Nuestra propuesta no es contra el Festival Iberoamericano, sino simplemente que ellos privilegian los espectáculos internacionales, y nosotros pensamos que es necesario un mayor espacio para el teatro colombiano”, aclara Patricia Ariza, directora del Festival Alternativo.
A favor del Festival Iberoamericano, que tiene como directora a Fanny Mikey, una argentina que ha hecho carrera en Colombia, y que cuenta con el afecto incondicional de la gente, muchos actores participantes aclaran que el evento es de gran importancia para ellos. “Yo he participado en mucho festivales internacionales”, comenta Lito Cruz, “pero en pocos veo tan buena organización para nosotros los actores, y tantas posibilidades de mostrar nuestro trabajo hacia afuera, a Europa y Estados Unidos, que al fin y al cabo, son los que tienen el dinero”. “Uno puede participar en numerosos talleres con colegas, y con el mismo público, lo que nos da un buen feedback de nuestro trabajo”, me dice Teresa Dal Pero del Teatro de los Andes. Además de seminarios (pagos y gratuitos), conferencias y talleres, el IX Festival Iberoamericano de Teatro creó el VIA (Ventana Internacional de Artes Escénicas), donde productores internacionales fueron invitados para ver compañías latinoamericanas.

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