Literatura


















Feria del Libro Independiente
y Alternativa (amiga, anàrquica, amorosa,amoral, antisistema, autogestionada, autàrquica, autobomba, austera, a tu manera)

Ya van como 13 encuentros de ¿escritores? y ¿artistas? ¿independientes? y ¿autogestionados? Lo que sea, en mi humilde opinion da gusto ser parte de la familia. Sino vean el blog de Ediciones Ronateras.

Una crònica que hice para Rolling Stone Argentina, luego adaptè para El País España y finalmente se publicò en Al Margen de Bariloche. Como todas las buenas ideas, al costado del cuaderno de apuntes.

Una familia muy normal

La historia de Pablo Strucchi es simple. Después de investigar a fondo a Bukoski, empezó a escribir sus propios textos. “Cuando decidí que estaban buenos para mostrarlos busqué en el rubro editoriales en las páginas amarillas. De las treinta y pico que había, sacando las que se dedicaban a libros escolares, autoayuda o jardinería, rescate ocho que publicaban novelas. Pedí entrevistas. En una me atendió un señor de traje. Me dijo que no estaban interesados en nuevos escritores. Pero leé lo que hago, le dije, a lo mejor está bueno. Me recomendó anotarme en un concurso que la editorial hacía al año siguiente. Yo no podía esperar, entonces busqué imprentas. Eran muy caras. Terminé en Plaza Francia sentado con unas encuadernaciones caseras con fotocopias y ganchitos que había hecho de muestra. Me acordé de un tipo que me había vendido unos libros en un bar y me puse a venderlos por ocho pesos”.


Unos diez años después, Strucchi no sólo se las ha arreglado para editar y vender unos once libros de su autoría, sino que además montó una editorial, El Asunto, con la que lleva publicado más de 100 libros de otros autores gracias una fotocopiadora que se compró con el seguro de un auto robado.



Vamos a confesarlo de entrada: yo también edito mis propios libros y los vendo por los bares de San Telmo, Sopoccacci, Bella Vista, La Candelaria o cualquier otro barrio de Sudamérica. No es un oficio nuevo. Ahí en Cali, Colombia, muchos se acuerdan de cuando William Burroughs, de paso rumbo al Putumayo a tomar yague, recorría los peores tugurios de la ciudad vendiendo textos escritos a mano o intercambiándolos por aguardiente. Y el ahora nuevo James Dean de la literatura latinoamericana, Andrés Caicedo, también publicó con plata de su madre El Atravezado, una novela hecha a mano que ofrecía por los bares de San Antonio.

La primera vez que conocí a Strucchi lo llamé interesado por todo lo que me habían hablado sobre él y su proyecto, pero especialmente intrigado por el anuncio de la página de El Asunto que decía: “escriban che, y cuenten sus ideas... (aunque lo mejor es arreglar para juntarnos, tomar unas birras... y construir)”. Y efectivamente, apenas lo llamé terminé en la terraza de su casa, donde improvisó su oficina, tomando una birra y fumando un porrito.

Cuando le di mis libros los miró de arriba abajo al tiempo que explicaba con un indefendible aplomo de hombre de negocios: “Yo ya estoy cansado de regalar libros, darlos a conceción, o trabajar para nada. Fanzines y publicaciones alternativas ya no distribuyo, es un mundo fascinante pero muy complicado y extenso. Discos también ya vendí de todo, de las Manos de Fillipi, el Culebrón Timbal, Karamelo Santo, pero la verdad que no rinde mucho. Sólo trabajo novelas, cuentos, poemarios, y discos de poesía. Viste, yo soy de descendencia suiza, tengo una manía de clasificar, y eso es necesario para este negocio. Para mi esto (dice tomando mi libro entre la punta de los dedos) es un poemario. Tengo que clasificarlo como poemario. Porque no tiene lomo, no ves”.

Paso siguiente, comenzamos a negociar. ¿Vos a cuánto vendes este libro? Mirá te lo cambio por este autor, te va a gustar. Este lo podés vender en la calle a doce pesos. Y si llegas a ver algún autor nuevo, vos hácele un canje y vení con el libro que yo te lo cambio de nuevo.

Strucci tiene una biblioteca de más de 600 autores igual de impacientes y emprendedores que él. Ha recorrido todo el país vendiendo o trocando sus libros con su “local itinerante de cultura independiente”, se inmiscuyo en el conurbano detrás de las caravanas del Culebrón Timbal, vendió colecciones de libros en bolsas de plástico y ahora en cajitas de cartón diseñadas por artistas plásticos. También puso puestos de ventas en asambleas, centros culturales y librerías independientes.

Dice que se cansó de la calle y se dio cuenta que le gustaba vivir bien, poder invitarle la birra a sus amigos. Tras años de haber dejado la distribución de cosméticos por la venta de libros, se consiguió un trabajo en el rubro construcción y confiesa que por mes se le van unos doscientos pesos en mantener la estructura de El Asunto. Pero junto a su mujer, Marilina Winik (socióloga, experta en copyleft y software libre) apuesta al negocio y teje alianzas con otras editoriales como Eloisa Cartonera o Milena Caserola. Está por inaugurar local en Almagro y hace especulaciones económicas sobre la actual crisis financiera internacional. “Ahora que nadie va a poder comprar un libro a cincuenta pesos las editoriales independientes vamos a vender como locos”, se regodea con un cinismo que no lo abandona.
Muchos dicen que es la persona que más conoce de este nuevo subgrupo de autores y editores que dicen llamarse “independientes” o “autogestivos” y que por lo general van acompañados de alguna vinculación con el movimiento post 2001 de asambleas o fábricas recuperadas, pero sobre todo con el desempleo o la falta de trabajos dignos y bien renumerados, haciéndose cargo de aquella vieja filosofía punk de “hacelo vos mismo” traducida para los jóvenes porteños en el “no se lo que quiero pero lo quiero ya” de Luca Prodan.



“Yo ya hago esto por inercia, bien o mal, mejor, peor. Lo que si puedo decir es que me siento más cómodo en la calle, vendiendole a la gente. Prefiero yo gastar energía editando mis libros que buscar alguien que decida hacer todo esto”. Quien habla es Diego Arbit, escritor independiente que ha editado ocho libros autogestionados y uno con Eloisa Cartonera. Lleva nueve años vendiéndolos en Palermo.

Estamos hablando, birra mediante, en la Plaza Serrano, ahí en el epicentro de gringos y estudiantes latinomericanos, ejecutivos, artistas consagrados, parejas clase media con ganas de ostentación, artesanos, vendedores de saleros, niños extendiendo estampitas, mamitas bolivianas cargando flores, un vendedor de Hecho en Buenos Aires, y un sinnumero de esos tipo que suelen dar miedo pidiéndonos un trago, una tras otro, interrumpiéndo nuestra entrevista hasta que Miguel, que manguea monedas y duerme a un par de cuadras de ahí, decide finalmente descartar nuestra solicitud de intimidad y despacharse con media hora de anécdotas sobre sus andanzas de cocaína junto al Bocha Sokol en Hurlingham.

Arbit dice que sus personajes son violentos porque la calle es violenta. Con bastante tino, y cierto aire de consultor internacional, puede describir las transformaciones culturales, los humores de la gente, los vaivenes económicos y sociales girando durante una década alrededor de ese círculo de cemento en un tester de violencia que él mismo ha construido.

“La calle está cada vez más violenta y no son los pobres los más violentos. Acá en Palermo, sobre todo, se ve mucho más violencia en la gente que tiene más plata. Están cola de paja. Esa es la realidad. Están todo el tiempo a la defensiva porque hay cada vez más pobres, hay cada vez más gente en la calle”.

Entre esos nuevos habitantes de la calle, muchos son escritores. “La tecnología avanzó, ha hecho que sea más facil autoeditarse. No hacen falta intermediarios. Y siempre es más práctico ser independiente, no tener tu papa al lado diciéndote lo que tenes que hacer, andar pidiendo permiso por todo”. Confiesa que gana muy poco, que tiene las mismas remeras hace ocho años, pero vive de sus libros y es feliz.



Xuan Pablo González, también vive de las ventas de sus libros, además de alguna changa en periodismo. Pero no vende en la calle. “Me resulta más cómodo trabajar con librerías y espacios alternativos o museos. Yo ya laburé mucho en la calle y es un poco cansador. Además yo crecí como comprador de librerías, entonces me pongo de ese lado del lector”.

Cuenta que al principio los libreros le tienen desconfianza por su aspecto (barbón de rastas, camisa escocesa y jeens), pero cuando ven que los libros se venden la cosa cambia. No tiene blog ni difunde demasiado su obra. Su clave es hacer libros que tengan impacto desde la tapa (la mayoría diseñadas con dibujos precolombinos). Lleva cinco años en el negocio y ahora una de sus novelas va a ser editada en Ecuador y otra a través de Colectivo Ediciones, la editorial que publicó Yerba Mate Libre de Guillermo De Pósfay y que también está por imprimir un nuevo trabajo de Arbit.

“Queria poder vivir de lo que hago y no hacer otros laburos. Me da más tiempo para escribir, tengo cinco libros en la calle y uno para terminar este año y dos el año que viene. Los dos últimos salen por editoriales que creen en nuestro trabajo. Están bancando, porque se vende. Yo estoy seguro que si se manejara por distribuidoras o editoriales más jugadas venderíamos mejor que muchos libros en el mercado”, dice.



El mundillo de los escritores independientes es, como el de todos los círculos artísticos de Buenos Aires, un ir y venir de amistades, chimentos, algunos egos incontrolables, mucha autolegitimización y, por que no ser sinceros, mucha obra que a uno lo hace pensar si vale la pena talar ese par de árboles tan codiciados en tiempos de debacle planetaria.

Al igual que en los blogspot o los myspace, en la edición de discos independientes y otras nuevas formas de producción artística ligada a los avances tecnológicos de los últimos años, la discusión se balancea entre el derecho de todos a opinar o crear arte, y lo medios necesarios para hacerlo, en un mundo signado por la crisis financiera, ecológica y alimentaria.

Ya Borges decía que abominaba la imprenta porque antes de ella había que ser muy cuidadoso a la hora de escribir y conservar un libro. Hay que ver que opinaría de los 200 puestos de escritores y editoriales independientes que a fines de marzo poblaron el estacionamiento recuperado de la Facultad de Ciencias Sociales en la décima Feria del Libro Independiente y Autogestivo (FLIA).

En una especie de pequeño woodstock editorial, unos cinco mil visitantes pasearon entre fanzines anarquistas, publicaciones sadomasoquistas, revistas y radios alternativas, cooperativas de fotógrafos, ediciones piratas del Derecho a la Pereza de Lafargue o Las Aventuras de Tom Bombadil de Tolkien, Washington Cucurto disfrazado de Santiago Vega atendiendo el puesto de Eloísa Cartonera, Pipo Lernoud y Alfredo Rosso dictando una charla sobre el Expreso Imaginario, videos de fábricas recuperadas de Uruguay, Aranosky con un casco vomitando poemas, Roberto Jacoby con un puesto firmando ejemplares, un cantautor y poeta boliviano (Vadik) mostrando su trabajo a pleno rayo de sol, comida casera, mucha birra, algún porrito, comics, radio en vivo, editoriales de España, Mendoza y Córdoba y hasta una banda de cumbia colombiana pasando una gorra entre exaltados bailadores ya cayendo la medianoche.

La FLIA comenzó a gestarse en las puertas de la Rural, al principio como contraferia y protesta hacia la comercialización y banalización de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. De ahí surgió la idea de gestar un espacio propio en asambleas o fábricas recuperadas.

“Para mi es increíble aunque es dificilísimo, muy anárquico, un montón de puteríos e internas. Pero con todo eso, todos queremos que la FLIA salga bien y crezca. Aportamos apasionadamente a un crecimiento común”, aclara Arbit, uno de sus fundadores.

“Viste el video de Blind Melon que está la abejita que no encuentra su lugar y de repente encuentra un lugar que hay muchas abejitas como ella. Acá es lo mismo. Aplicar la idea de que el tipo está solo editando sus cosas o en un círculo muy cerrado, y de repente sabe que hay un apoyo de un monton de gente que está en lo mismo”, explica Winik, que aclara que desde El Asunto no solo se respeta el trabajo de los escritores sino que además se los asesora en cómo manejar la distribución o los derechos de autor. “Jamás se nos ocurriría decir que registren su trabajo a nombre de la editorial”, aclara mientras comienza a urdir planes para ampliar la convocatoria de la FLIA a proyectos del interior y crear un espacio cerrado donde editoriales y escritores independientes puedan intercambiar experiencias. Un lobby editorial autogestivo que de hecho, en medio de tanta parafernalia, ya funciona ad hoc durante los encuentros.

“El crecimiento que hemos tenido los que participamos en las distintas FLIAs es enorme, más allá de cuanto vendemos. A mí por ejemplo no me sirve que mis libros salgan en medios nacionales, porque el sistema de distribución es otro. Pero si me sirve juntarme con las publicaciones independientes que hay en la FLIA. Darte cuenta que en grupo creces más que solo. Sacarte los prejuicios y decir, che, me gusta lo que haces, vamos a ver como puedo insertarme en tu mundo y que vos te insertes en el mío. La gente quiere participar porque vos creces mucho más en ese conjunto, que te lleva a conocer el mundo de las editoriales independientes, que cuando nosotros empezamos no existía, vos tenías que ir a las imprentas. Se fueron generando los espacios de tal manera que son de todos. Entonces estos chicos que quieren participar empiezan a trabajar en temas de organización. Se crean lazos, se abaratan costos, empiezan a salir distribuidoras, sellos nuevos e incluso negocios. Puede ser dos pibes que se juntan y dicen: che venimos y ponemos choripanes, porque la última FLIA faltaron. Y la gente da lo mejor. Yo sigo dando lo mejor, lo mismo que Diego, Xuan Pablo, el Guillo, y toda la gente que estuvo algunas ferias poniendo el cuerpo, hasta que se pudren y empiezan a trabajar con asuntos más concretos a través de lo que generaron”, da cátedra Strucchi entre vasos de cerveza y relaciones sociales.

“Siendo así de despelotados como somos el asunto nos funciona, igual que a la gente más estructurada. Hay gente que viene a las reuniones de la FLIA y no puede entender como armamos esto”, dice Javito Urbano, uno de los organizadores del evento en una conferencia acerca de cómo funciona este nuevo espacio de editoriales independientes. A su lado Dafne Mociulsky aclara que no hay criterios fijos para las tomas de decisiones ni ningún tipo de filtro acerca de que se puede o no se puede exhibir. “Es el auténtico libre mercado”, asegura Matías Reck, de Milena Caserola.

A pesar de las birras, los porritos y la pinta de despelotados, se nota que acá no hay ningún Bukoski, ningún Burroughs o Caicedo, el descontrol tiene un límite, y ese límite es necesario para producir, organizar y editar, ya que otros no van a hacerlo por uno.

Tres años después, con un espacio propio lejos de la Rural, y la posibilidad incipiente de acceder a ese mercado editorial del que algun vez se sintieron despreciados, la pregunta es obvia.

¿Y si viene alguna editorial grande con un contrato jugoso?

Strucci dice si sin miramientos. Javito explica que editaría el libro pero no lo vendería en la FLIA. Mociulsky aclara que no resignaría los derechos de autor. Reck confiesa: “las grandes editoriales empezaron como nosotros. A mi me gustaría que Alfaguara terminara poniendo un puesto en la FLIA, porque sus libros están buenos”. De todas maneras todos reconocen que el trabajo construido en estos años los pone en una situación de comodidad donde las ofertas deberían ser demasiado jugosas y respetuosas con ese trabajo como para dejar su condición de autogestores.

Quizás el más indicado para preguntarle cual es el límite de la independencia, cuanto de toda está gestión es por convicción, y cuanto por falta de acceso, sea Guillermo De Posfay.

El “Guillo” lleva nueve años pateando el país con sus libros. Ahora vive en las sierras de Córdoba y participa cada tanto en alguna feria. No distribuye en librerías, pero todos los escritores independientes tienen sus libros en el puesto. Saben que es el best seller. Se especula que su puesto factura más de una “luca” y durante los eventos se puede ver algunas groupies bailándole alrededor, pibitos pidiéndole autógrafos, o recordando que le compraron un libro en Villa Gesel, Plaza Francia, o San Marcos Sierra. Entre sus libros más leídos está Yerba Mate Libre, la novela donde la tradicional infusión se vuelve ilegal.

“Si, vendo mucho”, reconoce al frente su puesto (un par de caballetes y un tablón) mientras entrega libros y recibe billetes sin cesar. “Yo laburaba de empleado y en el 96 me pudrí y me dediqué a editar mis libros y venderlos por plazas, bares, playas, noche, parques, de todo. Y eso me hizo mantenerme y por suerte el público responde. Siempre que viajo voy con una mochila re pesada de libros, y con eso me sustento. Soy como un artesano pero de libros. Los libros que vos ves arriba de la mesa son mi vida. Ya me sucedió que un sello venga a buscarme, pero como el trato no me convencía, no acepté. No te voy a decir nunca, pero vivo tranquilo, no necesito vender en abundancia. Hay un momento donde decís: ¿cuanto vale mi vida? ¿cuanto vale mi ideología para darle mis libros a una multinacional? Si quizás podría ser en el caso de distribuir afuera, a lugares donde no tengo acceso, España o México. No sé.”



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Entrevista Nadaista: Jotamario Arbeláez
"Con el humor negro también se nada"

La vanguardia creada en los sesentas por el escritor Gonzalo Arango sigue dando de que hablar por su irreverencia y falta de conducta. Crónica de un movimiento que también desembarcó en Argentina. 

(Inédita por error y pereza, dedicada a Javier Vicente y el Frente Errorista de Acción Polaca).

Jotamario era ya un reconocido poeta nadaista en los setentas. Tenía todo lo que un nadaista puede querer: botellas llenas, bolsillos vacíos, calles interminables para ser caminadas entre zaparrastrosas e inútiles dialécticas, numerosas adolescentes de alta alcurnia prestas a ser manoseadas en algún rincón o baño de bar de mala muerte, drogas, muchas, políticos y universitarios dispuestos a enumerar un sin fin de ideales en los que no creer, curas y madres señalándolo con el dedo del mal ejemplo, poniéndole énfasis a una moral, para él, desconocida.
De vez en cuando las fiestas se prolongan toda la noche o acaban con la impúdica infiltración en el cuarto de alguna de aquellas bellas damas (curas y madres al acecho).
Cuando no, Jomatario debe caminar las calles a la espera de la madrugada, hora en la que finalmente podrá colarse en algún cuarto de residencia universitaria para, al fin, echar una siestita. 
Su destino preferido era el puente subterráneo del Hotel Tequendama. Ahí, podía caminar de lado a lado, guarecido del frío, el viento y a lluvia, entre escaparates de joyerías, leyendo insomne las obras completas de Kafka.
Un día un amigo le recomienda: “¿Por qué no vas a pasar la noche a una funeraria?”. “Había más calorcito, tinto (café) y la gente rara vez me hacía caso”, cuenta Jotamario ya pasado el siglo XX, mientras pega nariguetazos de cocaína y empina una media de aguardiente en un acomodado estudio de Chapinero.
Es que una de esas noches, eligiendo un velorio poco concurrido, una dama de muy buenas formas se le acercó emocionada a preguntarle si conocía al difunto.
“Sí”, mintió Jotamario, “le gustaban mucho mis poemas y hasta prometió regalarme el anillo que lleva puesto”.
La dama no solo le regaló el anillo y un traje nuevo, sino que también lo llevo a su cama y le ofreció un trabajo en la agencia publicitaria que había heredado. Ese mismo día Jotamario se apareció a sus amigos de siempre para decirles que por su parte él renunciaba a la poesía. Promesa que, por supuesto, no cumplió.
“Yo toda mi vida he trabajado en publicidad, y la gente me vacía: vendido, creando necesidades, y esas cosas. Pero me pasaba toda la noche haciendo un poema y nadie me daba un peso, al otro día escribía una frasecita y me daban un millón. Con eso financiaba la poesía y los amigos, ir a beber y joder, comprar libros. Pasaron veinte años y ahora tengo una pensión con la que pago mi casita, mis vainas. Parece una contradicción para un poeta, como si estuviera traicionando la causa ¿cuál causa?”, aclara después de casi cincuenta años de nadaísmo.

Historia de la Nada

Los rastros del movimiento y sus delirantes derivaciones pueden leerse en  “Nada es para siempre”, la reciente autobiografía de este autor hijo de un sastre caleño que acudió prontamente al llamado de Gonzalo Arango para incorporarse a una vanguardia que prometía “no dejar una fe intacta, ni un ídolo en su sitio”.
Fue en Medellín, una de las ciudades más tradicionales de Colombia, donde apareció en 1958 un folleto de 42 páginas firmado por Arango y titulado Manifiesto Nadaísta.
“El Nadaísmo, en un concepto muy limitado, es una revolución en la forma y en el contenido del orden espiritual imperante en Colombia. Para la juventud es un estado esquizofrénico consciente entre los estados pasivos del espíritu y la cultura”, anunciaba el manifiesto que, citando a Mallarmé, Sartre, Breton, Kierkegaard y Kafka, formulaba un vasto programa de subversión cultural (estético, social y religioso) para todos aquellos jóvenes que estuvieron dispuestos a tomar las armas de la negación y la irreverencia, el desvertebramiento de la prosa y el inconformismo continuo (además de las drogas y el sexo libre), frente a una sociedad donde “la mentira está convertida en orden”.
"La lucha será desigual considerando el poder concentrado de que disponen nuestros enemigos: la economía del país, las universidades, la religión, la prensa y demás vehículos de expresión del pensamiento. Y además, la deprimente ignorancia del pueblo colombiano y su reverente credulidad a los mitos que lo sumen en un lastimoso oscurantismo. Ante empresa de tan grandes proporciones, renunciamos a destruir el orden establecido. Somos impotentes. La aspiración fundamental del nadaísmo es desacreditar ese orden”, advertía.
Su primera acción, saboteando un congreso de “escribanos católicos”, terminó con Arango encarcelado en el pabellón de máxima seguridad de la cárcel. A su salida, ya rodeado de una buena cantidad de seguidores, el profeta nadaista se dirigió rumbo a la basílica donde la Gran Misión Católica que por aquellos años recorría el país hacía su acto de clausura. Las huestes nadaistas comulgaron y guardaron las hostias en un libro. Tuvieron que escapar antes de ser linchados.
Este tipo de actos consolidaron su fama a nivel nacional y dieron pie a una serie de giras por todo el país. En Cali, los nadaistas pidieron la sustitución del busto de Jorge Isaacs (autor del clásico La María) por el de Brigitte Bardot. Ya sumado al movimiento, Jotamario grafiteaba las calles con consignas como “El nadaísmo es una revolución al servicio de la barbarie”, “Somos geniales, locos y peligrosos”, o “Tome nadaísmo y pida la tapa”.
“Hay dos cosas: una es el movimiento, que somos 15 o 50, y otra es la generación nadaísta. En todos los pueblos y ciudades había un nadaísta, que era el que estaba contra todo lo establecido, así no fuera, pues, un figura representativa de las artes. No teníamos ninguna estructura, pero uno llegaba a cualquier pueblito con cinco libritos para ver si le dejaban hacer una lectura de poemas en la Alcaldía y le decían: ¿ya habló con el nadaísta del pueblo? Que era el comunista, o el sollado, el  loco o el marica. Había un cómico que todos los días hablaba por la radio y a todo el que decía algo desopilante le decía: usted si que parece nadaísta”, explica Jotamario, ya pasados los sesenta, mientras se pega otro pase con sonrisa de papá noel con pinta de abogado haciendo montañismo debajo de un pañuelo que oculta su reluciente y mítica pelada.
Es la consecuencia de un reciente reportaje para la revista SOHO, donde el ya reconocido escritor nadaista cuenta, precisamente, la experiencia de implantación capilar que le pagó la revista (además de un valor cuatro veces mayor al de su usuales colaboraciones). Algo parecido a lo que hizo Eduardo Escobar, afamado escritor nadaista de Bogotá, que está cobrando por las crónicas de su experiencia criando un chancho. Ambos son también columnistas del tradicional diario El Tiempo.
A mediados de los ochentas, siendo ambos reconocidos poetas, un editor del prestigioso periódico se les acercó informalmente para preguntarles que le faltaba al diario. “Nuestras firmas”, respondieron.
“Y fíjate que somos mas consecuentes que los mismos revolucionarios a ultranza de ayer, que hoy están vendiéndole droga a los Estados Unidos”, aclara.
“El hecho es que Gonzalo Arango creó un grupo de unos pocos muchachos que han pasado cincuenta años y seguimos siendo la llavería, y seguimos en la misma maricada, tanto que nos constituimos en una fundación porque una ley de la república (y eso es realmente paradójico) hizo honores a Gonzalo Arango por haberse lanzado contra todo lo establecido. En estos momentos también me escribieron de la Real Academia Española porque van a incluir el término nadaísta. Después de que éramos los atilos del lenguaje. Entonces ¿uno transige aceptando o es que ellos transigen llamándonos?”, se pregunta Jotamario al son de Bob Dylan (y otro pase).

La política de la Nada.

Cuando el candidato a la presidencia colombiana, Alfonso López Michelsen lanzó su eslogan: “pasajeros de la revolución, subid a bordo”, los nadaístas le enviaron un telegrama contestándole: “nosotros somos pasajeros de la revolución, pero gracias: no viajamos en tercera”.
La participación en política del movimiento también tiene un anecdotario de actos estrafalarios como el apoyo en 1970 de Gonzalo Arango y Jaime Jaramillo a la campaña de Belisario Betancourt a través de la revista Dadaísmo 70. Actitud a la que Elmo Valencia y Jotamario respondieron ofreciéndole gratuitamente al general Rojas Pinilla el eslogan “la yerba es verde, pero la esperanza es Rojas” (fue rechazado) y escribiendo el Libro Rojo de Rojas, donde denunciaron el fraude electoral contra el ex dictador populista (fue un fiasco editorial debido a la letra diminuta que los autores eligieron para abaratar costos).
De todas formas, la experiencia fue solo el primer intento de Jotamario, que también trabajó en las campañas electorales de Belisario Betancur, Alvaro Gómez y Andrés Pastrana (que alcanzó la alcaldía de Bogotá con su eslogan: “diciendo y haciendo”).
En las recientes elecciones presidenciales Jotamario apoyó con un sentido manifiesto
a lo Martín Luther King al candidato del Polo Democrático, Carlos Gaviria, mientras que Eduardo Escobar se declaró uribista y Pablus Gallinasus acompañó al liberal Horacio Serpa, lo que llevó a Arbelaez a declarar “los nadaístas en política somos tres y estamos divididos en cuatro”.
¿Fue el nadaismo un movimiento político?, le pregunto.
“El nadaísmo fue político no en el sentido de pertenecer a una corriente, de andar luchando con todos, que es una pendejada, pero más desde el punto de vista anarquista. Uno le cantaba la tabla a todo. El poder de por si ya era pecado, no era quien lo detentaba. Hicimos esa tarea de denunciar durante muchos años un verbo y una manera de expresar, un teatro. La gente iba y se aguantaba que despotricáramos contra todo, sobre todo la burguesía. Y el público eran los mismos burgueses, fascinados
Entonces a los comunistas les daba rabia que tuviéramos más suerte que ellos en el cuestionamiento de lo establecido. ¿Como es posible que cuestionen el establecimiento y después los mismos burgueses los lleven a beber a la casa, y que se coman la mujer, y le vomiten en la alfombra? Así éramos de insolentes.
Hacíamos ese trabajo de apoyo a la revolución, pero el partido no toleraba, por ejemplo, que fumáramos marihuana, ni que hubiera maricas. Le dábamos vía libre a la sexualidad desorbitada, fuera cual fuera. El comunismo era igual a la iglesia, se necesitaba cierta disciplina.
Eso hacía que nos aceptaran porque estábamos rompiendo, pero nos rechazaran porque los niños que venían con sus poemas, más bien los poníamos a fumar marihuana antes que se fueran a la guerrilla. En ese tiempo eso era contrarrevolucionario, ahora me parece que salvamos mucha gente”, responde Arbeláez.

La Nada que perdura.

En 1963 a raíz de algunos artículos y actitudes de Gonzalo Arango, los principales nadaístas del país quemaron en el puente Ortiz de Cali su efigie y escritos. “De un momento a otro te has puesto a adorar la sociedad. Seguramente esperas que te den algo. Pero te equivocas. Si eres un verdadero artista, la sociedad no tiene nada que darte. Y el poeta se dejará revolcar, pero no pactará. Los que pactan son todos aquellos a quienes combatimos y despreciamos. Cuando todos nosotros estemos muertos, los jóvenes serán nadaístas”, le espetó Jaime Jaramillo Escobar en su “Tarjeta de luto a Gonzalo Arango”.
Seducido por Angelita, una bella inglesa que conoció en la isla de San Andrés, Arango acepta el parricidio de sus compañeros de tropelías, y renuncia al nadaismo para convertirse al cristianismo e iniciar, para muchos, la etapa más pobre de su obra. Muere en un accidente de auto poco antes de ir a conocer a su suegra en Londres. Le había vendido su máquina de escribir a Jotamario para pagar el pasaje.
“¿Hasta dónde llegaremos? El fin no importa desde el punto de vista de la lucha. Porque no llegar es también el cumplimiento de un destino”, había dicho el profeta nadaista.
Más allá de sus implicancias políticas y el devenir de sus integrantes más consagrados el movimiento ha mantenido una inusitada vigencia en Colombia. Sus libros se pasan de mano en mano y en todos los rincones del país siempre surge algún jóven dispuesto a declararse nadaista.
Cuando comenzó el nadaísmo hubo mucho aparataje publicitario, nos relacionaban con los beatniks o los movimientos de vanguardia europeos. Eso es un sarampión pasajero, decían. Ni siquiera tuvimos que discutir tal afirmación. El hombre no tiene sino sus dos pies, sus zapatos rotos y un camino que no conduce a ninguna parte, decía claramente el manifiesto.
Sin embargo, hoy los jóvenes me hacen cola en la puerta de casa: mire queremos ser nadaístas, ¿cómo hacemos?
Pues no con los mismos parámetros de hace cincuenta años, que aun estábamos  luchando contra los curas, y la virginidad, y un montón de pendejadas que ya se superaron. Pero de todas maneras siempre hay unos obstáculos para el desempeño de la gente, sobre todo la gente joven, porque eso si, desde siempre el nadaísmo ha estado dirigido a los jóvenes. Fuimos los primeros en imponer el poder de los jóvenes, antes del 68.
Nunca ha vuelto ha surgir en Colombia algún movimiento que fuera más atrevido, mas intrépido. Ha habido artistas valiosos, pero que se congreguen en un movimiento, no. Así que tenemos que seguir con esa responsabilidad sobre los hombros.
Como nunca el nadaísmo se definió, nunca nos pudieron atacar, por eso sobrevivimos cada nueva generación... aparecen y van desapareciendo, y aparecen otros y otros. Nosotros los recibimos a todos. El nadaísmo no ha sido un fenómeno editorial, pero hay una constante que es la irreverencia y el humor negro. No todos podemos escribir exactamente igual, pero Gonzalo nos inculcó ese irrespeto al lenguaje, que a la larga terminó siendo casi que un clásico. Pero en aquella época era una manera de reverenciar el lenguaje buscando nuevas posibilidades expresivas. Él nos decía: no se pongan a leer a Jorge Isaacs, ni Don Segundo Sombra. Hay que partir por el Marqués de Sade, Lautremont, Baudelaire, todos los podridos. Pero también cierta coherencia aún en lo absurdo. Como Ionesco.

Yo lo veo a él más que como gran escritor como una especie de Krishnamurti, casi un Gurdjieff, su presencia, su mirada... Y él nos aconsejaba mucho, porque estuvo tres años en una biblioteca, y se lo leyó todo. Era una especie de Zaratrusta, nos enganchó a toda una juventud, toda una época, con veinte años. Y han pasado cincuenta y ahí esta la misma llamada.
Y por eso a esos muchachos les encanta tanto. No porque crean en lo que decimos, sino en nuestro parámetro, estar en contra de lo establecido. Eso para cualquier joven es un llamado. Todavía sigue habiendo una nadaísta en cada pueblo de Colombia”.


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Entrevista: Fernando Calero de la Pava 
Radiografía de un sobreviviente
El escritor y psiquiatra caleño habla sobre su tumultosa vida que incluye sexo, drogas, tráfico de armas, viajes por el mundo, cárceles, y una proximidad con la muerte de la que sólo puedo escapar gracias a su ángel protector.

(Publicada por Rolling Stone Colombia en el 2007)

La recepción de la oficina de Fernando Calero de la Pava es un sillón viejo custodiado por dos materas en el corredor del quinto piso del edificio El Campanario, en Cali, donde un viento fresco hace olvidar la calentura de la ciudad. El consultorio tampoco escapa a esta modestia: persianas americanas que dejan husmear la calle, una pared cubierta de títulos de psiquiatría y criminología, un cuadro de su madre y otro de su amiga Cristina Llanos, un aire acondicionado, un sillón amplio para dormir la siesta, y un par de sillas frente a un escritorio desordenado lleno de carpetas, libros, y algunos objetos fuera de lugar como una tuerca de carro oxidada. El silencio es abrumador.
Quizás porque Fernando Calero de la Pava habla casi en un murmullo. Atendiendo a todos sus gestos gentiles uno no puede dejar de preguntarse: ¿es esta la misma persona que dice que hizo todo lo que dice que hizo?
“Yo no miento, cuento las cosas que viví. Quizás viví mucho y por eso me es fácil describirlo, sólo tengo que editar”. Dicta sus relatos a una grabadora para que después lo mecanografíe alguna de todas las mujeres que han pasado por su vida. Edita a mano, y después los vuelve a mandar a mecanografiar. Dice que no es amante de la tecnología, y todas las mañanas sale a hacer ejercicio (“me siento vital y troto, tal vez para desintoxicarme de todas las locuras que hice en mi vida”). Es puntual: antes de la única cita a la que llega tarde, de la serie de entrevistas que mantenemos, me busca desesperadamente en el celular de mi mujer y finalmente llama a la recepción del edificio para que suban a avisarme que está retrazado.
“Soy una persona realizada para mí mismo dentro de las perspectivas que tenía como chabalín. A los cinco años escuchaba las historias de un tío que había viajado por todo el mundo como marinero. Murió en un viaje etílico en un psiquiátrico en Pasto. Se quedó viajando y nunca estructuró su vida alrededor de algo concreto. Yo siempre quise viajar, estar en el campo de la salud mental, y escribir. Y lo he logrado. Antes le tenía miedo a la muerte, ya no. El pasado, mi vida, ha sido como loca. En alguna forma mis relatos lo muestran. Cuando me doy cuenta que venía trasnochado por la carretera de los Monearos, en Zaragoza, con un Mercedes fuerte y potente que me permitía andar a toda velocidad, y de repente, porque un tipo quería ir más rápido que yo, en una posición de dos locos a las cuatro de la mañana, estuvimos en velocidades de 200 km o más por hora, sin ver nada, en la neblina, simplemente siguiendo por las luces laterales, la protección y la línea, sin espacio para un tercer coche. Él nunca pudo sobrevivir a esa explosión. La llamarada que yo vi, en la noche, me despierta de ese sueño blanco. Toda esa nieve, y a la vez cierta indiferencia. Como una posición existencial extrema”.
El relato es el primero de Compra un Caballo en Estambul el libro donde dejó su usual tarea de poeta para abocarse a una serie de cuentos cortos que se suceden con la contundencia de una trompada de Heminghway por sus experiencias de vida: paisajes beatniks, la guerra colombiana, el Amazonas, la Cali de Marquetalia y el Triángulo, un bosque de Frankfurt donde se refugiaba a dormir antes de meterse a ensamblar neveras, lujuriosos hoteles de Tailandia, cárceles, cuartos de heroinómanos, sicarios que los siguen por el mediterráneo, un velorio de putas en Buenaventura, la locura, el sexo, el juego, la muerte en muchas de sus más sorprendentes variantes.
Para él, su mayor mérito como escritor fue: “supervivir con la capacidad literaria de poder escribir. Porque puede haber unos locos en prisión, o en el manicomio, o algún terrorista, que son condicionados por el sistema. En la ETA hay tipos tan rígidos que parecen curas. Pero hay algún otro loco que se escapa, como en la columna del Che, Joaquín, y algunos otros, que son aventureros, que no les importaba la vida, sino para gozársela y mueren, y mueren combatiendo. Pero podrían haber muerto en cualquier otra parte, por cualquier cosa, mercenarios. Muchos de ellos capaz no hayan tenido la posibilidad de haber ido a la universidad. Para escribir dignamente se pasa por muchas cosas, la de vivir lo que uno ha vivido (que es muy poca gente la que ha sobrevivido), pero a la vez tener la capacidad de escribir. Yo he visto vidas terribles, llenas de historias,  pero a esas personas como no les interesa vivir, no les interesa escribir, o no pueden hacerlo bien, y se vuelven panfletarios y relamidos”.


Fernando Calero de la Pava puede hablar de casi cualquier cosa con conocimiento de causa. Lo hace con un hablar pausado que a veces parece irse a otros lugares, para luego volver a donde empezó: su educación en el colegio Berchmans de Cali, donde conoció a Andrés Caicedo, uno de los mitos de la literatura caleña, que se suicidó a los 25 años dejando una bibliografía que describe con crudeza el panorama de una juventud adinerada, culta, ociosa, pero terriblemente desesperanzada y sumida en el mundo de las drogas y la violencia, del estado, de la calle.
Por ese mundo transitaba Fernando Calero, a quien Caicedo le decía “el loco”, por su incursión desde joven en el tráfico de armas. Ahora, desde su escritorio, más de treinta años después, entre sonrisas nostálgicas, el escritor-psiquiatra relata aquella vez que intentó venderle armas a Gilberto Rodríguez Orejuela: “yo estaba en bata en mi casa cuando él llegó con mi amigo Rodrigo Freire. Quería regalarle un arma a su padre. Le traje un montón, de todos los calibres, para impresionarlo porque yo sabía quien empezaba a ser. Y el tipo habría los ojotes grandototes. Era tímido, muy parco, como muy sanote, y yo le debía parecer un loco con mis pelos largos. Finalmente me dijo: yo quiero una escopeta para que mi papá le tire a los patos”.
Dice que sus padres consintieron su viaje a Europa sólo para apartarlo de las malas influencias caleñas. Llegó en mayo del 68, con 18 años, estudió medicina en la Autónoma de Barcelona, pero pronto decidió marcharse a vivir a una comuna en Ibiza. Su viaje siguió a Marruecos, con Anne Marie - una vietnamita, hija de un legionario francés, que finalmente se marchó a Amsterdam a morirse de sobredosis embarazada de su hijo. Fernando Calero sabe casi todo sobre la heroína: el por qué de su nombre (“por su labor heroica en la primer guerra como analgésico”), sus variedades (las ha probado todas), su historia: desde su mención en La Odisea de Homero al uso que le daban Freud y la Bayer, o el estado tailandés, que con ella le paga a sus jubilados.
Dice que le gustaba Junkie de William Burroughs y se ríe cuando le cuento que en El Banquete, el autor beatnik habla de cierta droga que quita la adicción a la heroína. “La única forma de escapar de ella es ir a un país donde no exista”, aclara. El padre de Anne Marie era amigo de Gregory Corso y de Jack Kerouac, pero él asegura que nunca tuvo un acercamiento concreto con los beatniks, salvo por el cruce de caminos: Marruecos, Estambul, Goa, Bangok, Katmandú...
“Hacía toda clase de negocios para sobrevivir: drogas, armas. Mi mujer era una activista de la ETA, y yo les vendía las armas. Y en una de esas idas y venidas estuve presos tres años. Fui absuelto porque no me pudieron comprobar nada. Pero no soy de esas personas que dicen: <<¡no!, yo no tengo nada que ver>>. Yo vivía como traficante, en una posición de poder y dinero. Estaba hasta la coronilla en todo, sino que no me pudieron comprobar nada”, cuenta con un aire fanfarrón.

Fernando Calero fue juzgado por tráfico de armas y colaboración con la ETA a principios de 1980. En la Modelo de Barcelona (para criminales peligrosos) formó el sindicato Presol (Presos Sociales en Lucha), exigiendo mejores condiciones para los presos. “Le mandábamos cartas a los funcionarios más asquerosos con la información que teníamos de ellos para atemorizarlos y que no nos jodieran tanto. Yo en mi rebeldía me hacía traer lápices de colores para dibujarle a la gente y que no se volvieran ciegos. Desde el dolor uno se reestructura. Yo empecé a escribir con los cuentos de mi abuela, con las fantasías, los sueños, pero en la cárcel era una forma de liberarme”, cuenta. Sus relatos también incluyen algunos personajes que conoció por aquellos años, como la internacional negra (un grupo de ex tupamaros, montoneros y brigadistas rojos que terminaron asaltando la joyería Bagues), o los Jorodoski (la familia gitana que manejaba la mafia del puerto en Barcelona y que conmemoraban con una estatua de bronce a cada unos de sus muertos). O a los hijos de Rosa Moreno Campo, una serie de gitanillos entre asaltabancos y cineastas con los que trabó amistad. En sus relatos, como un superhéroe de Hollywood, Fernando Calero se escapa hábilmente en más de una ocasión de una muerte segura. En uno de ellos, su mujer se pasea por un hotel de Montecarlo con su pistola en la mano con la seria intención de matarlo. “Tienes un ángel terrestre que te acompaña”, le confiesa años después. Le pregunto por el ángel: “Yo creo que lo he tenido. Debe estar mamado, terriblemente cansado. Yo soy un superviviente: he visto gente al lado mío caerse de una camioneta, partirse la cabeza y morir. Desde pequeño, la muerte tan cercana, disparos directos, huidas en el momento preciso. En Montería me dijeron que hablando así podía no salir vivo. Pero a mí no me importa. Tengo una edad para vivir sin que me duelan mucho los años que puedo vivir de más. Estoy mas allá del bien y del mal, y me tiene sin cuidado lo que piense la gente, perder pacientes. Soy asesor del Banco de Occidente o empresas como Coca-Cola, no me importa. Yo hablo de lo que la gente no habla, oculta: tomar drogas, haber estado en la cárcel, las posiciones sexuales…Y tengo buenas relaciones. Tengo una mujer muy linda que podría ser mi hija, vivo feliz, tengo lo que quiero, no quiero tener más ni quiero tener menos, vivo al día. Tengo una profesión que exorciza mis culpas, mis delirios”, comenta mientras me muestra fotos de mujeres desnudas o de él con camisas de seda portando armas de alto calibre.
Salió de la cárcel en 1982, estudió Criminología en la Universidad de Barcelona, y luego hizo un doctorado en Psicología Clínica en el C.I.P.P., como no podía ser de otra manera se especializó en pacientes con adicciones a las drogas o patologías criminales, entre ellos el Vaquilla, uno de los hijos de Rosa Moreno Ocampo. Mientras tanto se dedicó a la poesía, con la que fue finalista del II Premio Iberoamericano de Poesía Juan Bernier (1986) y la Fiambrera de Plata del Concurso Iberoamericano de Poesía Ateneo Casablanca (1988). También publicó el libro Estigamas (1988).
En los noventas decidió volver a Cali, donde hace más de una década atiende en su consultorio del edificio Campanario mientras sigue escribiendo y acumulando premios y menciones literarias. A su actual mujer, Paola, la conoció dictando clases en la Universidad Javeriana. Llevan tres años juntos, y con su suegro trabajan en la fundación Fedut, que promueve la educación infantil. Están refaccionando una casa de más de doscientos años (perteneciente a su tatarabuela) en el barrio colonial de San Antonio, donde tiene pensado hacer tertulias literarias y terapias de grupo con personas adictas a la heroína o de bajos recursos.
Le digo que me gustaría ver su casa, el lugar donde guarda sus trofeos de guerra. Me invita a La Flora, a la casa que compró para vivir con su madre la mitad de la semana que no está en San Antonio. La misma casa donde regresaba una y otra vez de sus viajes. Me muestra fotos de sus padres con Alberto Lleras Camargo (“eran amigos personales”), una esvástica original que consiguió en Alemania (“no deja de ser un signo bello y ancestral: el mandala, la ikurriña vasca”), un libro con fotos de su hija Alejandra desnuda (“filmó con Bigas Luna, yo la respeto enormemente y hasta me excita ese culo”). Además de Alejandra (30 años, vive en Barcelona, estudió arte drámatico) y Nicólas (27 años, estudia Ingenieria de Sistemas, vive en Cali con él), hijos de Virginia Artola (la mujer con la que militaba en la ETA), es padre de Adriano (22 años estudia cinematografia en Barcelona), hijo de un catalana (María del Rosario Valverde).
Hay algunas estatuas orientales, cerámicas andaluzas, cuadros extraños, pero nada que confirme la sospecha de ese templo de trofeos de guerra que andaba esperando. Un contorno que, me doy cuenta, tiene más que ver con un coleccionista globalizado de tour de tres semanas por el mundo que con un sobreviviente.
“Yo en medio de mi locura tenía la maleta hecha para escaparme de esos sitios. Podía irme de una ciudad en una hora. En un momento dado tenía que entrar al lugar secreto destapar una pintura y coger cosas que me permitieran viajar: dinero, documentos... Y te volabas en una hora, dejando gran parte de ti”, cuenta.
Le preguntó si mató alguna vez. “Yo he disparado de lado a lado y es posible que le halla pegado a alguien. Pero no me remuerde la conciencia, eso es un invento de la Iglesia. La conciencia debería estar para los que matan de hambre, no para un loco que peleando quizás le pega a alguien. Yo tengo un inmenso amor por la vida a pesar de haber estado tan cerca de la muerte. No me interesa matar a nadie, ni a una hormiga”, asegura, y habla de sus libros: “el porque de estos relatos contundentes viene del mundo de la poesía, de la concreción. Compra un Caballo en Estambul tiene algo poético, hay un narrador en off que no se quiere comprometer. Hay gente que no se puede permitir que un escritor pueda escribir esas cosas. La verdadera historia es de un amigo: Patrick Boff, el hermano de Anne Marie. Él compra un caballo en Estambul y pasa sin papeles por Anatolia, Irak, Irán, Afganistán y en Pakistán parece que lo paran. Entonces le quitan el caballo, flacucho, apenas con una muda. Dibujaba caricaturas y de eso vivía.  Llega a la India y se queda ocho años. Lo encuentro después en Barcelona como Melín, atracando bancos. José Antonio Segura Paris, enemigo público número uno de Cataluña. Lo mata la policía española en la costa brava. Mi hijo está haciendo un corto con su historia”. El Precio del Placer, su más reciente libro, es una ampliación de Compra un Caballo en Estambul, que se divide en tres secciones: Viajes, sexo y drogas. Me lee el relato de un amigo que viaja a los Estados Unidos, comienza a trabajar en un restaurante, mientras corta carne piensa que los gringos son antropófagos y que planean comérselo. Termina por enloquecerse con esa idea. Dice que por lo general no usa los relatos de sus pacientes, que con su vida ya tiene suficiente. Pienso que él perfectamente podría ser uno de sus pacientes. Me aclara que esa forma nerviosa y a veces dispersa en la que se comporta no es una secuela del uso indiscriminado que le ha dado en su vida a las drogas: “desde pequeñín yo estudiaba y al otro día me temblaba la mano para escribir. Es algo polipatológico: ataques de pánico, ansiedad, una personalidad esquizoide, psicopatía mezclada, y una genética rayando ahí fuerte. Yo tengo una personalidad, un ojo, esquizoide, que no es esquizofrénica. No alucino, no escucho voces, pero si dejo de dormir lo necesario, el sol es más fuerte, lo rojo es más rojo, los ruidos son más fuertes. Y si dejase de dormir un par de días, el comportamiento por la calle sería otro, como robotizado. Puedo vislumbrar el ambiente, las energías, las vibraciones que hay entre los seres humanos. Hay un matiz diferente de colores en el aire, como grisáceo. Tengo una hipersensibilidad o hiperpercepción. Me podría hacer brujo si tomara yague. Pero tendría que vivir en la selva”, afirma.
“Cuando empecé a ver esa prepsicósis tenía 18 años, era un hombre muy joven, no podía casi defenderme del mundo que me rodeaba. Entonces yo me adapte, mediante los viajes, con la berraquera que le puse a la vida. Mi secuela sigue siendo más bien social. Yo me puedo integrar socialmente, tengo amigos de toda clase, pero hay una crítica visceral a la sociedad, a veces te da lástima lo que hay por televisión, los políticos, la prensa, todo te da muermo. Pero eso es lo que hay, lo que gobierna el mundo: Bush, Uribe, ellos son los que tienen poder para cambiarlo, mutilarlo, bombardearlo. Uno ve las cosas cada vez con más escepticismo, que es propio de la edad. Aunque la nostalgia revolucionaria existe: ¿con quién estaría yo para hacer algo que tuviera valor?, ¿con qué grupo que no fuera esos barrigoncitos de las FARC, que lo único que hacen es engordar su vientre y su bolsa?, ¿o los elenos con una biblia en la mano y el fusil en la otra en el medio de la miseria? Entonces ¿con quién se queda uno?, ¿con los sindicalistas arribistas llenos de miserias y revanchas?, ¿con un burgués loco que se le ocurrió hacer las revolución? No joda. Entonces, claro, pero interesante hacer un grupo. Uno no deja de soñar con Peckinpack. La pandilla salvaje es la película que más me gustó en la vida”.


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