Por los Caminos del Che

Ya está en librerías, kiosco de diarios, puestos de ferias y bares el libro "Por los Caminos del Che", una recopilación de crónicas periodísticas de viaje de varios autores que hicimos en colaboración con el colectivo Sudestada. Acá como adelanto "Crónica de una muerte en postales de dos pesos" un remix del reportaje que hice en La Higuera en el 35 aniversario de la muerte del revolucionario sudakamericano para la revista Hecho en Buenos Aires. De ñapita "Aparición Guevarista" de los Aforismos Ronateros.

Fotos: Oriana Elizabe (http://www.orianomada.net) y María Clara Uribe

Para llegar a Vallegrande hay que tomar la carretera vieja que une Sucre con Santa Cruz de la Sierra. El camino es casi intransitable y el bus avanza a los tumbos toda la noche. Dormir es casi imposible para un gringo como yo. No así para las cholitas bolivianas que además de sostenerse en su asiento, se calefaccionan gracias a sus inmensas humanidades y un refuerzo extra de frazadas.  Finalmente llegamos a media mañana al cruce de Mataral donde, junto a un par de artesanos, insomnes e insolados nos decidimos a esperar el bus de las seis de la tarde.
El calor es insoportable, no se divisa agua o construcciones en las cercanías, y hacer dedo es imposible en un país con un 80% de población campesina o indígena, además de incapaz de acceder económicamente a un automóvil, por lo general apática o temerosa a todo lo ajeno a su cultura, ya sean turistas, integrantes de ongs, viajeros, científicos o barbudos revolucionarios. Algo de razón deben tener.
Desde una cuatroporcuatro una señora con cara de hija o esposa de algún poderoso terrateniente nos mira con recelo. Un camión se estaciona pero apenas intentamos subirnos nos aclara que el viaje se cobra. La suma es exorbitante y decidimos esperar. Finalmente una pareja de franceses hippies se detiene con una rural Ford para llevarnos en el ajustado espacio que dejan los bolsos y enseres que los acompañan en su tour por las profundidades de Bolivia.
De Mataral a Vallegrande hay 51 kilómetros de desierto. Apenas algunos cactus, cebúes flacos y perdidos ranchos de adobe. A mitad de camino nos cruzamos con un papacho quechua caminando inclinado debajo de su cargado aguayo. Pronto se pierde en la lejanía. Sabemos que a pesar de su incomodidad no necesita ayuda. El camino de tierra parece no conducir a ningún lado, pero es el único, y confiamos en que nos llevará a destino. Además, cualquier que halla estado en Bolivia sabe que en casa de alguna duda en la carretera o las calles de una ciudad, lo último que uno pude esperar es alguna información de parte de la población originaria. No saben, no contestan. No hay. Todavía, afirman enigmáticamente moviendo la mano regordeta con un gesto que parece querer decir a veces: más o menos, y otras: fuera.
La ciudad de Vallegrande tiene 6.000 habitantes y su actividad principal es la agricultura. El centro se recorre en breves minutos y el mercado central tiene apenas una veintena de puestos. Los turistas se reconocen rápidamente y en su mayoría tienen un único propósito: visitar el lugar donde murió el Che Guevara. No es de extrañar que los niños te persigan con postales, posters y fotos que van de los dos a los treinta bolivianos (unos cuatro dólares). En el Hospital se puede visitar la enfermería donde murió y de ahí, te aconsejan visitar una parrilla cercana cuyo dueño, fanático de Cuba y el comandante, cobra la exhorbitante suma de cincuenta pesos la cena para poder compartir sus anécdotas, videos y fotos del revolucionario.
“¿Quieren que ir a ver donde murió el Che?”, ofrecen cuatro niños de siete u ocho años.
“¿Y ustedes que es lo que saben del comandante?”, preguntó.
Para Jorge, José Luis y Jonatan, el Che Guevara es una especie de supehéroe, como Superman o Batman o los Dragonballs. Cuentan como enfrentó a los militares, como dijo: “disparen que soy hombre”, y como pudo ser salvado por un doctor en el hospital de Vallegrande, pero lo dejaron morir. “Si el che viviera”, dice Jorge, “seguro sería presidente y andaría en una camioneta de lujo”.

Divina Presencia

En la plaza del Pueblo, mientras hablamos con los papachitos, se acerca Jorge Quiroga. Jorge tiene algunas tierras y ganado, y además es guía turístico. Cobra por recorrer los sitios por donde paso el Che antes de su muerte y contar su propia experiencia junto al revolucionario argentino.
Tenía veinticinco años y estaba junto con unos amigos en las resacas de las fiestas de la Merced en el abra del Picacho, cerca de la Higuera. Ahí fue donde llegaron los guerrilleros ese mediodía del 26 de septiembre de 1967. Tomaron chicha, tocaron guitarra. “No tomaron mucho, pero tomaron”, dice, y aclara que habló personalmente con el Che, que lo vio desanimado. “Los campesinos le daban la espalda, lo engañaban, estaban asustados porque el ejército decía que les iban a robar el ganado, matar a los hijos. Él me dijo que luchaba para ayudarnos y quería que nosotros lo ayudáramos. Parecía tener mucha hambre, andaba sumamente distraído”, cuenta.
Le pregunto que haría hoy el Che si estuviera vivo. “Haría una guerrilla para sacar del país a todos estos políticos corruptos”, responde. Le pregunto si no pasaría lo mismo que en aquel entonces. Si los políticos no eran capaces de engañar a la gente para que no lo ayuden. “No, ahora la gente ha aprendido cual fue su lucha”, responde. Para qué seguir preguntando. ¿Cuál era su lucha?¿Cuál era su gente? ¿Cómo reconocería hoy la gente su lucha? ¿Cuál es hoy su lucha, su gente, y el Che Guevara? ¿Quién es hoy el Che Guevara?
Jorge está más interesado en vendernos el tour o al menos conseguir la atención de una de las artesanas que nos acompañan.
La tarde sigue su curso y con ella, como abejas al panal, llegan los lugareños atraídos por estos gringos en busca del lugar donde murió aquel revolucionario de barba, cigarro y gorra estrellada. Todos tienen sus historias, sus negocios, sus respuestas y visiones sobre la realidad del Che ayer y hoy.
Gonzalo es taxista, treinta y pico, nacido en Vallegrande. Desde hace algunos años organiza junto a un grupo de amigos una vigilia que va del 7 al 8 de octubre, aniversario del día de la muerte del Che Guevara. Gonzalo nos invita a participar y nos lleva en el taxi hasta el lugar donde encontraron hace algunos años los restos del revolucionario. Un terreno yermo cerca del cementerio de Vallegrande. Hay un pozo grande y una construcción de ladrillos a la vista con techo a dos aguas que me hace acordar a cualquier nueva iglesia del conurbano bonaerense. Los restos del Che fueron repatriados y enterrados en Cuba. Difícil encontrar ahí algún rastro de sus razones o ideas.
“Yo estaba el día que descubrieron los restos”, me cuenta Gonzalo. “El especialista cubano tomó el cráneo, lo levantó y entonces yo pude ver que hacía un gesto positivo con la cabeza. Enseguida lo reconoció. Parece que el Che tenía una frente muy grande”.
Gonzalo y sus amigos buscan unas ramas en los alrededores, encienden un fuego y bajan del auto una guitarra, un ananá, una botella de ron, una cacerola, varios paquetes de salchichas y mucho pan. Cantan esa canción que Carlos Puebla le dedicó al Che y, tras invocar su divina presencia, se comen las salchichas, se toman el ron, entonan tres o cuatros canciones románticas y se vuelven a su casa. Nos dejan en la puerta de la hostería con apenas un par de horas para dormir antes del horario de partida del minibus que nos lleva a La Higuera.

Ser o ser guevarista

De Vallegrande a La Higuera, donde el Che fue apresado y fusilado, hay cuatro horas de viaje. Salvo para la fecha particular de su aniversario, no hay micros, la única forma de llegar es con el camión que lleva las encomiendas, el ganado, o las compras de las despensas de La Higuera o Pucará. El camión sale a las ocho de la mañana. Cuando sale.
La ruta, a medida que serpentea trepando las sierras, deja ver un poco más de vegetación y varias cabezas de ganado perdidas por los inmensidad del monte. A pesar de eso el terreno no pierde su definición de desierto. Pasando los 2000 metros de altura llegamos a La Higuera, un conjunto de diez o doce casas, una escuela, una despensa y una plaza con un enorme busto del Che Guevara, quizás un poco más grande, pero no muy diferente al que hay de Jim Morrison en Pere Lachais, Paris, o aquel de Federico García Lorca en Fuente Vaqueros, Granada. Hasta esos y otros lares del planeta llegan los peregrinos en busca de ese delgado hilo que une esas estructuras de tierra, piedra y cemento con los actos e ilusiones de este u otro santo moderno. Idolos versus hombres de carne y hueso. Pasado y presente. Obra y recuerdo. Todos sabemos lo que la Iglesia ha hecho con en un par de miles de años con la vida y enseñanzas del señor Jesús. Y lo que el capitalismo y su máquina de consumo ha logrado extraer de la figura del Che en apenas un cuarto de siglo.
Me pregunto cual hubiera sido la reacción de esos peregrinos que hoy atraviesan el planeta detrás de la estela de esos ídolos si por una de esas casualidades metafísicas hubieran podido cruzárselos en vida. Quizás Morrison les hubiera parecido un borracho de mierda. Y Lorca un maricón sin muchos brillo. El Che, ese barbudo hinchapelotas y egocéntrico que solo sabe hablar de su bendita revolución. Cuando no un gringo loco que se ha metido con uniformes y pesadas armas en medio del monte sufriendo del hambre, el calor, el asma y los bichos, intentando convencer a los indios de cambiar su ancestral forma de vida. “La pobreza es un invento de ustedes, no de nosotros”, me aclara uno de los líderes comunales de La Higuera.
Me pregunto si la gente que realmente vio en el Che al líder revolucionario vendría hoy hacia acá.
Uno de los artesanos me cuenta los rumores que dicen que fue el propio Partido Comunista el que traicionó al Che. También lo traicionaron los propios pobladores. En la prensa de La Paz y Santa Cruz los ex compañeros del Che lanzan acusaciones cruzadas sobre traiciones y abandonos, mientas los sociólogos hablan de cómo ser “guevarista” hoy. Mientras prometo revisar la palabra “guevarista” en el diccionario vuelvo a las preguntas metafísicas: ¿Hubiera o no hubiera sido “guevarista” el Che, hoy, en el 2003?
Mientras tanto los artesanos acomodan su carpa en el patio de la escuela. Un par salen con su manto de aritos rumbo a la despensa a ver si la doñita se los cambio por un poco de pan y queso. En Sucre hablaban de recitales de León Gieco y Manu Chao, miles de personas. En La Higuera apenas se asoman una veintena de pobladores, dos o tres funcionarios de ongs, la pareja de franceses, algunos políticos y periodistas locales, un cubano en moto y un ex guerrillero de nombre Eusebio, a quien Ernesto Guevara, en la única referencia que hace de él en su diario, lo acusa de “vago y atorrante”. A él no le importa eso, y cómo es lo más cercano al Che Guevara que hoy se puede encontrar en La Higuera, aprovecha su momento de gloria concentrando la atención de casi todos los presentes.
Superado el trance del viaje, La Higuera es un lugar agradable, lindas vistas, brisa fresca, un gran silencio y algunos senderos por donde largarse a caminar por la montaña. Como cualquier lugar perdido del planeta, hasta logra ilusionarse uno con alquilar un ranchito y buscar querencia. Pero por nada del mundo a uno se le ocurriría formar un ejército para atravesar las espinas del desierto tratando de convencer acerca de la revolución a este tozudo pueblo que desde el antes del antes vienen siendo esclavizados por incas, españoles, criollos, políticos, empresas, turistas y agentes de la DEA.

La Higuera sin el Che.

Favio Giorgio es de Rosario, tiene 37 años, comenzó a interesarse por la vida del Che cuando descubrió que habían nacido en la misma ciudad. Estudió administración de empresas, vivió ocho años en Mallorca y uno en Londres, recorrió América Latina en bicicleta junto a un amigo, y como tantos otros peregrinos, llegó a la Higuera en busca del lugar donde murió Ernesto Guevara. “Era muy difícil venir en bicicleta, así que dejé a mi amigo en Vallegrande y vine con dos cubanos en camión”, me cuenta. Los lugareños los albergaron y le contaron las necesidades de la comunidad. A Favio le sorprendió que ese pequeño lugar del mundo donde había muerto el Che continuara soportando las mismas miserias que el revolucionario había intentado solucionar en vida. Prometió volver, recolectar firmas, conseguir financiamiento de Cuba. Se entrevistó con Alberto Granados y algunos funcionarios de la isla, volvió a Rosario, fundó el Museo Che Guevara, recordó su promesa, y volvió a La Higuera.
Ahí vive hace algunos años. En Vallegrande tiene su oficina en la Casa de la Cultura y su cuarto en la Iglesia. No se dice “guevarista”, apenas habla de política sino es para criticar a Estados Unidos y el Alca. Desde que llegó logró poner en funcionamiento un alojamiento y una sala de primeros auxilios (en la pequeña construcción de adobe que antes era la escuela, ahí donde el Che pasó sus últimas horas). También organiza asambleas mensuales para solucionar las necesidades de la comunidad. Juntos instalaron el riego, crearon un plan de agricultura y turismo, incluyendo el Museo Che Guevara de La Higuera. Desde que llegó, las visitas guiadas son a voluntad y los fondos destinados para proyectos comunitarios. Desde que llegó, en La Higuera, no se vende merchandising del Che. Recibe visitas de todos lados, da conferencias en las grandes ciudades, y camina los senderos de montaña mostrando los lugares por donde pasó el líder revolucionario. “Ahí”, dice en medio de la quebrada del Yuro, señalando donde lo apresaron. Habla del Inti, el Coco, Pablito, Tania, como si fueran viejos amigos; recita de memoria, evoca presencias; pero dice que no está para escribir libros. “Algún día me gustaría, pero ahora no tengo tiempo, quiero aprovechar mi energía para hacer otras cosas, ayudar a la comunidad”, dice, y aclara que él no se mete en las peleas de los intelectuales y los ex guerrilleros. “Me llevo bien con todos, pero en sus peleas no me meto porque no viví esa época. Trato de contar todas las versiones, aunque para mí algunas cierran más. De todas maneras, lo más importante son sus ideales. Cuando vienen los yankis trato de concientizarlos sobre lo que hace su gobierno y la CIA”.
Este año se vence un contrato de trabajo que consiguió con una ong gringa. No es mucho y de todas maneras no se lo van a renovar porque él se opone al proyecto “La Ruta del Che”, que propone grandes inversiones en la zona para promocionar turísticamente los lugares por donde paso el ex revolucionario. “Primero están las necesidades de la comunidad, a la cual ni siquiera han consultado sobre todos estos proyectos”, se queja.
Me pregunto si este tipo sencillo de jean, alpargatas y una remera de Rage Against The Machine no será lo más cerca al Che Guevara que se puede encontrar acá en La Higuera. Me preguntó una vez más a que se dedicaría Ernesto Guevara de haber nacido en esta época. ¿un miembro de las FARC?¿un funcionario de una ong?¿una estrella de rock?¿un médico de pueblo?¿un publicista?¿un artesano?¿Favio?¿Evo Morales? Me pregunto si se tomaría el trabajo de hacerse estas preguntas, de viajar hasta el culo de mundo para conocer el lugar de su muerte.

Ñapita: Aparición guevarista.

Se me apareció Ernesto en la Higuera, en el patio de la escuela, en la noche serena de luna quieta de La Higuera, de ronquidos embriagados, de fiesta, celebración, aniversario, al guerrillero, Ernesto, visionario triste y flaco, gorra Ernesto, que se me apareció en La Higuera, la noche calma y yo, atravesando el patio de escuela rumbo a las casillas olorosas, mugrosas, charquientas, orillando la definición de baño, retrete, sanitario, en La Higuera, celebración guerrillera para Ernesto, con baños incluidos, aunque apesten, en la noche intimidante, pesadilla de una comadreja mordiendo lenta y perezosa el miembro viril, los huevos del guerrillero, o los huevos de La Higuera, de pobre mortal concreto, un chico de gorra estrellada, un zurdillo, en La Higuera, celebratoria, se me apareció en La Higuera, su cuerpo flaco, sus ojos distantes, en La Higuera,
su traición a cuestas, en La Higuera, ni fusil ni medicamentos, en La Higuera, solo sus ojos cansinos que susurran (flaco, deja un poco de papel que el baño es un asco), me preguntan, ¿Te falta mucho?, con esa ventaja, resguardo, esa seguridad, de que nadie de ese cúmulo de almas
guerrilleramente, zurdillamente, borrachas, me va a creer que se me apareció Ernesto.


Aforismos Ronateros (200 palabras, 50 comas, una palabra o frase que se repite 10 veces, una palabra o frase que se repite 5 veces, una paréntesis, una pregunta, igual principio que final)

En CorreoExtremaficcion de David Wapner: http://www.paginadigital.com.ar/articulos/2003/2003prim/textos/extrem6-1.html

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