Andrés Caicedo: Crónica de un desesperado

En los últimos años ha saltado a la palestra como una de las joyas mejor guardadas de la literatura colombiana. Y si uno vive en Cali, no puede menos que quedarse encandilado por la prosa y la figura de Andrès Caicedo. Aquì una investigaciòn-relato del Calicalabozo y su autor predilecto. Realizada en un principio para Tse Tse y publicada finalmente en Sudestada en una versiòn màs corta. El mito de una veloz estrella fugaz que escribiò, trabajò y actùo para unos pocos buenos amigos, y que, como no podìa ser de otra manera, en estos canìbales tiempos que corren, ya es remera y estampita de las grandes empresas editoriales.










Maldita sea, Cali es una ciudad que espera,


pero no le abre las puertas a los desesperados”,

Andrés Caicedo.

I- Cali (el tedio de la tropicalidad)
Cerca de la esquina de la trece con décima, a metros de los gases de autobuses salseros que caminan a empujones y hablan con malos modales, (con nombres de realismo mágico como Papagayo 5 o Blanco y Negro 2), entre indigentes que vagan semidesnudos, fuerzas públicas de todos los tipos y colores, negras que venden aguacates y chontaduros con voz de chirimía, toneladas de basura desperdigada, puestos de frutas y verduras, hierbas, jugos, peleas de músicas estridentes, vendedores de sahumerios, útiles escolares, arepas con huevos pericos, radiodespertadores y esculturas de latas recicladas de las torres gemelas con un avión incrustado...una anciana estrella de forma elegante un paraguas nuevo contra un poste de luz.

Este pega duro. Me lo llevo- dice, mientras le paga al vendedor y se esfuma con cara de pocos amigos entre el bullicio de la calle luna, calle sol, por donde Héctor Lavoe canta aquello de “camina padelante, no mires pal lado, ten cuidao”.



“Cali tiene una tasa elevada de crímenes auténticos, no políticos”, describía Burroughs en sus Cartas de Yagé. Y así sigue siendo. Siempre alguien te puede contar de alguien que fue atracado o muerto ayer, o anteayer.

A pesar de no estar plenamente ubicada en la costa caribe o pacífica, la ciudad cuenta con todos los ingredientes de la tropicalidad: chicas sensuales de pocas ropas y paso de reggaeton acosadas por malandros perezosos en busca de un negocio rápido que les permita salirse de ese sol que calienta sin descanso sobre gentes trabajado con el visible malhumor de un compás de espera para las noches de rumba.



Padelante, más allá del Palacio de Justicia, la 13 se transforma en un estrecho corredor comercial donde un pequeño giro a izquierda o derecha pueden hundirlo a uno en lo que los colombianos llaman una “olla”. Allí donde los espectros del bazuco (la paste base), ya sean indigentes, gringos o profesionales venidos en desgracia, cambian monedas prestadas y chucherías robadas por un poquito mas. Los jóvenes compran armas y drogas, y la policía pasa recolectando presos de estadística o ejerciendo la llamada “limpieza social”.

En Cali, las teorías conspirativas dicen que los indigentes que se salvaron de la limpieza social en las ollas de Bogotá (el famoso Cartucho, hoy parque público) y Pereira (hoy mitad Secretaría de Cultura, mitad shopping) fueron traídos en camiones a esta ciudad. En otros lados dicen que a la hora de reubicar a los indigentes, le preguntaron de qué ciudad eran. La mayoría dijo Cali.

“Está ciudad no ha explotado socialmente porque a pesar del desmantelamiento de los carteles de la droga, todavía existe dinero del narcotráfico”, me dice Herbert, un artesano con vocación social, mientras me cuenta las peripecias de Apolinar Salcedo, el sindicalista ciego al que la justicia investiga por robarse (en su calidad de alcalde) los fondos educativos. Caminamos por la quinta, cerca de San Antonio, en medio de una ciudad que parece venirse abajo (en un acto para muchos también conspirativo) con las obras del MIO, una especie de subtecolectivo que ya ha despertado denuncias de todo tipo.

“Ay mi pobre Cali, tan deteriorada”, suspira desde Bogotá el nadaísta Jotamario Arbelaez, nacido hijo de sastre en ese mítico sur caleño (que ya no es tan mítico ni tan sur), cerca de los territorios de las bandas del El Triángulo y Marquetalia, por donde la salsa llegó del puerto de Buenaventura para furor de los pobres, los negros, sudando tropicalidad en casetas como la Panamericana, donde Bobby Cruz y Richie Ray brindaron aquel concierto que describe magistralmente, entre pepas, marihuana y aguardientico, Andrés Caicedo en ¡Que Viva la música!( Colcultura, 1977 ).

También por allí tiraba piedras el Atravesado en las revueltas estudiantiles que provocaron en el 71 los Juegos Panamericanos. En pleno estado de sitio, con el eslogan “Cali, Ciudad de América”, el evento iba a trasformar este pueblo azucarero en una metrópolis moderna. Más allá, por el 56, en medio de lo que los colombianos llaman LaViolencia (que tuvo aquí un epicentro de enfrentamientos y calles pobladas de desplazados) estallaba una caravana militar dejando cientos de muertos, heridos, y varias manzanas debajo de los escombros (hecho que también recogió Caicedo en su guión No me desampares ni de noche ni de día). Mucho más allá, 1536, el conquistador Sebastián de Belarcazar fundó la ciudad (después de Quito, Pasto y Popayán), tras varios intentos de masacrar a los caníbales Gorrones y otras tribus descendientes de los Caribes, sembrando la semilla de una burguesía azucarera que creció importando los negros que hoy, a cuadras del monumento al conquistador, llenan el Teatro al aire libre Los Cristales en una nueva edición del Festival de Música del Pacífico Petronio Alvarez, con sus viches y tumbacatres, sus caderas rítmicas y sensuales, sus tambores y marimbas de chonta, que inundan las calles de esta ciudad donde son mayoría y donde, según me cuenta un alumno de Enrique Buenaventura, cierta vez, por principios del siglo pasado, los esclavos se rebelaron saliendo a violar a todas las señoras aristócratas de la ciudad.

Para el norte (que tampoco es ya tan norte, ni tan mítico), pasando la Ermita y el Teatro Jorge Isaacs, la 13 muere en el Río Cali, que serpentea turbio añorando los años en que era más ancho y las familias llegaban con sus paseos de olla para comer sancocho (el asado dominguero colombiano). Todavía a sus orillas le quedan algunos de esos majestuosos árboles que en toda la ciudad siguen resistiendo el avance del cemento.

Más allá del río, la sexta de Caicedo ha perdido su corte aristocrático, entre medio de almorzaderos, grilles de cerveza y salsa crossover (la llamada pornosalsaeróticabalada). Ya no hay muchos intelectuales en el café Los Turcos, Dari Frost y Sears han cerrado, y los jóvenes desesperados de sus relatos pasan ligero rumbo a La Gruta (ese ya no es su barrio).

El rey Charles de la Corte del Norte se pasea ignoto y avejentado despotricando contra todos, y en la panadería Aragonesa, a metros del edificio Corkidi, donde el escritor se suicidó con sesenta pastillas de seconal, Cristóbal Pelaez se toma una gaseosa popular en su honor.

Ya no hay norte ni sur en esta tropicalidad caleña. Así que prefiero subir por la décima rumbo a las librerías de usado, los centros culturales que han aflorado y donde todos los días se puede ver, casi en soledad, cinearte gratis o alguna muestra de esos afamados pintores caleños (que por lo general ya viven fuera de la ciudad).

En el Teatro Experimental de Cali, donde descansan las cenizas de Enrique Buenaventura, esquivando tanto tedio, un centenar de jóvenes se reúnen en un festival Anti Babylón. Objetores y Objetoras de conciencia, animalistas, activistas cannabicos, grupos de hip hop del barrio marginal de Aguablanca, los comunicadores contraculturales de Sur System y Sub Cacharrería Gráfica. Toda una tribu bien heterogénea que sigue resistiendo (en medio de una ciudad que no espera a los desesperados) con alegre rebeldía al poder de turno (vestido de reformas neoliberales y paramilitarismo) entre baretos, comida naturista, y un chorrito de chicha o aguardiente. Nuevas propuestas que aunque escasas muestran toda la originalidad de esta ciudad que sigue dándole a Colombia una buena parte de sus mejores artistas, desde los numerosos grupos de teatro que inundan la escena local como el TEC, Esquina Latina o La Máscara, a la cantante Soraya.

Por la quinta pasan chivas rumberas, con gentes alcoholizadas exhibiendo su televisivo desenfreno. Subiendo para San Antonio (el barrio tradicional y artístico) veo una fila frente al Caliteatro. El grupo Matacandelas de Medellín va a presentar Angelitos Empantanados (basada en la novela homónima de Andrés Caicedo).

Un poeta se acerca intentando vender unos libros de su autoría.

Tres niñas gomelas y un pelado con cara de nada miran el objeto con desconfianza.

Hey hermano, colabórame. Aquí estoy vendiendo mis libros como hacía Caicedo.

Los cuatro jóvenes caleños (qué bien podrían haber sido Miguel Ángel y Angelita, o el buen Solano Patiño) ponen cara de nada.

Hey, ¿es que acaso no saben quien es Andrés Caicedo?

Cara de nada (con algunos rasgos de cara de espantar indigentes).

Pero como así, parceros ¿ustedes no conocen al autor de la obra? ¿O a que vienen al teatro?

Nos dijeron que había un grupo cheverísimo de Medellín-le responde una de las peladas con repulsión y le devuelve el libro mirándolo, ahora si, con cara de espantar indigentes.


“Mueren jóvenes a quien los dioses aman,
nada nace grande que no nazca maldito.

Este murió joven
porque los dioses le tuvieron mucho amor”, Fernando Pessoa
II- Andrés Caicedo (un desesperado en la ciudad que no espera a los desesperados)

Cuando Andrés Caicedo se suicidó el 4 de marzo de 1977, pocos en la ciudad sabían que aquel pelado esmirriado de gafas y pelo largo que todos los sábados presidía los debates del Cine Club de Cali en el Teatro San Fernando era escritor. Los diarios de la ciudad hablaron del crítico de cine (“quizás la voz más autorizada en esa materia con la que contaba el país”, dijo El Pueblo). Había sido fundador de la revista Ojo al Cine y compañero de Carlos Mayolo y Luis Ospina en La Ciudad Solar, la casona al estilo The Factory de Warhol donde se gestó lo que luego se denominaría el Caliwood, una de las mayores vanguardias del cine colombiano.

Alumno consentido de Enrique Buenaventura, también había ganado a los dieciséis años el Primer Festival de Teatro Estudiantil de Cali, con su obra, “La Piel del otro Héroe”, adaptado los trabajos de Triana, Ionesco, Pinter y hasta una versión teatral de Moby Dick,

“Puedo decir que se trataba de un hombre muy sencillo, quizás ahora lo conviertan en un mito, no sé hasta dónde de él para hacer un mito, pero los mitos nacen de las maneras más raras del mundo”, vaticinó poco después de su muerte el maestro del teatro independiente colombiano.

Sus padres, los amigos y los especialistas hablan de un niño prodigio e indisciplinado que hablaba con sus profesores del Ulises de Joyce, cuando ellos querían enseñarle La Odisea, fanático de los relatos de terror de Poe, y Lovecraft, de Melville, Lowry, Borges y José Agustín. Un joven retraído, consumido por la angustia (“sufrir incalculablemente”, respondía, citando Gritos y Susurros de Bergman, cuando le preguntaban por su estado de ánimo), que escribió meticulosamente a contrareloj una extensa obra de crítica y guiones de cine, teatro, poesía, novelas y cuentos, sabiendo que (como él mismo vaticinó más de una vez) iba a morir a los 25. Para evitarle a sus padres el disgusto de verlo envejecer, traspasar la frontera de esa juventud desesperada de la que hacía apología en sus obras.

“Andrés era hijo de un padre de Popayán, Carlos Alberto, un ganadero de bastante fortuna, posesivo, muy brusco, muy drástico, y de Nellie, que era una señora que lo sobreprotegía porque era el último hijo de cuatro mujeres. Era un niño genio, tartamudeaba, era miope y no era fuerte, pero gracias a eso, podía escribir lo que escribía, desde sus mismas carencias. En el colegio era muy incomprendido, agredido, y eso le molestaba. Era un niño sobreprotegido que quería satisfacciones inmediatas. Un niño mimado, malcriado, incapaz de soportar un mundo desconcertante que lo jode y lo vapulea, y que desprecia sus escritos. El libro que más le gustaba era Diario de la Guerra del Cerdo de Bioy Casares, donde había pandillas que mataban a los ancianos”, cuenta Fernando Calero de la Pava, ahora psiquiatra y escritor, pero en ese entonces, compañero de Caicedo en el colegio jesuita San Juan de Berchmans.

“Nosotros tuvimos todos los beneficios de una educación aristocrática pero sin censura. Nuestros padres trajeron los primeros reproductores de cine, los curas nos pasaban películas todos los viernes, y nos daban a leer lo que quisiéramos, Marx, Sartre, Fromm...”, explica Charly Pineda, también compañero y amigo de Caicedo (que según aclara: “elegía sus amigos sin que sus amigos lo eligieran a él”).

Charly es el rey de la Corte del Norte, de la cual Caicedo era Príncipe de Caitela, y donde la mayoría de los que luego serían los mayores artistas e intelectuales de la ciudad (desde William Ospina hasta el nadaísta X-504) se reunían a compartir arte y conocimiento entre drogas y happenings.

“Era un esfuerzo a lo Baudelaire por dar un toque sombrío, gótico y decadente en contraposición a toda esa revolución de izquierda latinoamericana. Defendíamos los derechos ya conquistados de la burguesía, y la búsqueda de un socialismo a lo Marcuse. Queríamos que se incorporaran las libertades ya logradas a la de los proletarios. Libertades como una pieza personal, con teléfono, tocadiscos... Pero ellos hipócritamente decían que no querían eso, para que después nosotros si termináramos empobrecidos, y ellos acceder a puestos que tuvieran carro y jacuzzi, mientras seguían institucionalmente manteniendo su imagen de izquierdistas. Hablamos varias veces en la Universidad, y le dijimos que estábamos dispuestos a apoyar la revolución proletaria con tal que ellos apoyaran la revolución sexual y el movimiento gay ”, explica quejoso Charly. Cualidad que le endilga a Caicedo, que además, dice, traicionó la Corte para juntarse con un grupo de cineastas que leían El Capital de Marx.

“A Hernando Guerrero los padres le regalan una casa y a esa casa le pusieron Ciudad Solar. Ahí se reunían y empezaron a hacer sus documentales, y proyectar películas como el Acorazado Potempkin. El movimiento hippie estaba en todo su furor, entraba y salía la gente con maletas, era como una casa abierta a cualquiera que tuviera intereses estéticos y políticos”, explica María Eugenia Rojas, profesora de Literatura de la Universidad del Valle que participó de aquellos encuentros junto a artistas plásticos como Oscar Muñoz o Pedro Alcántara, el fotógrafo Fernell Franco y los cineastas Carlos Mayolo y Luis Ospina, que en Oiga, Mire, Vea, uno de sus primeros documentales, llevaron sus equipos a los barrios marginales para mostrar la otra cara de los Juegos Panamericanos. Como parte del grupo Caicedo aportó guiones e ideas, entre ellas el término Caliwood (de su cuento Los Mensajeros) y el calibanismo, que transpoló a la ciudad de los indios gorrones la tradición de Lovecraft, Poe y el cine de terror clase B. También fundó y dirigió el Cine Club de Cali, que funcionó, primero en el TEC de Enrique Buenaventura y luego en el Teatro San Fernando

“Era un lugar de encuentro para los jóvenes de esa época, gente de izquierda, muchachos universitarios, pelados que le gustaba la música (a Andrés le encantaban los Rolling Stones pero también la salsa de Richie Ray y Bobby Cruz, los Palmieri o la Fania...), droguitos que se fumaban sus baretos, todos llegan ahí a ver Hitchcook o Peckinpack, neorrealismo italiano o cine de vampiros clase b. Era cita obligada para después salir al Café de los Turcos a sentarse a comentar la película, hablar de revolución, de psicología, del boom de la literatura latinoamericana...”, sigue recordando María Eugenia.

Los recuerdos de Fernando son quizás menos románticos: “Nos íbamos de Ojo al Cine a lo de Ospina, que el padre tenía una empresa de piscinas. Entonces Andrés terminaba desnudándose con una cantidad de niñitos y niñitas. Tenía cierta bisexualidad que en ese entonces era muy difícil declarar. Formábamos parte de una burguesía que nos metió en colegios caros y cultos, pero donde había mucha doble moral”.

“Hablaba siempre de historias para jovencitos, tenía una obsesión patológica con los jóvenes, una cosa muy andrógina de pederastia, todo mezclado de una manera muy confusa que a él lo atormentaba un poco”, explica Cristóbal Peláez, director del Teatro Matacandelas, el grupo de Medellín, que en los noventas puso en escena la obra de Caicedo después de una meticulosa investigación. Es él quien aclara que aquella traición a la Corte del Norte no fue la única que cometió el escritor, que además de flirtear con diferentes drogas, sexos y tendencias políticas, con el rock del norte y la salsa del sur, también se aventuró por muchos caminos literarios.

“Andrés no se enroló con ningún estilo anterior, como el nadaísmo. Él lo observó, pero después se unió a un grupo de escritores de la Universidad del Valle en el que estaba Gustavo Álvarez Gardeazábal que se llamaba Los Dialogantes, y hasta estuvo muy cerca en algún momento de esa forma narrativa de García Márquez (en su primera novela La Estatua del Soldadito de Plomo), y de pronto, pum, se alejó. En ese momento escribir distinto a García Márquez era prácticamente imposible, pero Andrés se dio cuenta que él no pertenecía a ninguna escuela, que tenía que escribir solo e inventarse su literatura. La diferencia que hay entre él y Gonzalo Arango (máximo profeta nadaista), es que Andrés es el movimiento literario de un hombre solo.

El problema de Gonzalo es que se perdió en lo contestatario, pero Andrés no era panfletario, no hablaba de la problemática social desde el punto de vista de esa literatura sociológica, donde se habla de la miseria. La lucha contra el poder pero de manera sutil, muy inteligente. Incluso en ¡Que Viva la Música! se burla de eso (de los jóvenes leyendo El Capital de Marx). Le tiraba línea al partido comunista, pero estaba en su cuento”, dice Peláez.

“No podemos decir que era un tipo de derechas, pero no era de izquierda. El era más bien anarquista, aunque pudiera estar informado y formado. El hecho que él leyera tanto y muy buenos escritores, le hacía tener una actitud heredera del nadaísmo, un poco lúgubre, negativa, crítica con la sociedad. Que hacía parte de su propia existencia, su propio cinismo que lo hace ser más bien un poco depresivo”, opina María Eugenia.

Cansado de tantas traiciones, cierta vez Charly le preguntó a Andrés si realmente había algo en lo que creyera. “Si tuviera que creer en algo, creería en la patafísica de Alfred Jarry”, contestó.

“En él peleaban tres cosas muy fuertes: el teatro, el cine y la escritura. Cuando a los 22 años abandona el teatro, le dijo a su amigo Ramiro Arbeláez que ya todo lo que tenía que decir a través del teatro ya lo había dicho. Los amigos lo llamaban el Pepe Metralla. Porque apenas llegaba lo primero que hacía era pedir la maquinita de escribir. Escribía por horas compulsivamente. Cuando ves los escritos de él, ves una facilidad de escritura, pero después nos hemos enterado que corregía muchísimo. Un cuento como Los Dientes de Caperucita tiene 7 versiones. El nunca estaba contento con lo que escribía”, explica Peláez.

“Tenía mucha disciplina para escribir a pesar de que la mitad del tiempo estaba borracho, tomando coca, valium 10, o ese vino inmundo que se llama Cherrinol. O yendo a Pance a comer honguitos”, cuenta Fernando.

La obra literaria de Caicedo describe esa sociedad caleña de la que formaba parte: jóvenes con todas las posibilidades, en las que el sexo, las drogas, y el rocanrol de aquellos tiempos se mezclaban en tardes de cine y noches de rumba salsera, en las que como aclara María Eugenia: “el arte era una conexión entre sur (pobre, descendiente de esclavos) y norte (rico, descendiente de hacendados)”.

Una conexión que hace a Caicedo criticar solapadamente su ciudad (suciedad, sociedad) a través del calibanismo, relatos antropomórficos de jovencitos devorándose en una carrera desesperada a esa edad en la que el peso de las tradiciones termina por apagar las luces de todas aquellas posibilidades, incorporándolos al mundo (ciudad, sociedad, calicalabozo) donde el sur es sur, y el norte es norte. Edad que él situó, exactamente, a los 25 años.

“El suicidio de Andrés Caicedo ha llegado a ser también un acto absoluto de libertad y de necesidad: no había otro final posible, todo estaba escrito en la conciencia de un escritor, que al matarse, fue absolutamente fiel a si mismo”, dice el sociólogo Felipe Van der Huck, en su ensayo “Andrés Caicedo: suicidio y consagración”, donde trata de dilucidar la relación entre el mito caicediano y la forma de su muerte.

“Yo pienso que él tenía una serie de problemas de orden afectivo y psicológicamente no era una persona fuerte. En esa época también se coqueteaba con el suicidio, se consumía muchas drogas que uno sabe que de pronto te pueden llevar a la muerte. Hay cierta fascinación por la muerte. Por esa época se suicidan Janis Joplin, Jim Morrison, Heminghway se muere alcoholizado...”, explica María Eugenia.

Durante sus veinticinco años de vida, Caicedo seguramente se debe haber enterado del suicidio del más revoltoso de sus adoradas majestades satánicas, Brian Jones, y quizás el de las poetisas Silvia Plath y Alejandra Pizarnik (con cincuenta pastillas de seconal), de Paul Celan, o el del escritor y científico peruano José María Arguedas, o del filósofo y economista barranquillero Luis Eduardo Nieto Arteta. Y hasta quizás de la última perfomance de Mishima en Tokyo. De la muerte alcoholizada de Dylan Thomas y Malcom Lowry, o Jackson Pollock. O el triste final de la relación entre la heroína y Charly Parker o Billye Holliday. Quizás se enteró de la desdichada muerte de Boris Vian en el preestreno de Escupiré sobre Vuestra Tumba (un proyecto con tantas peleas como la llevada al cine de sus Angelitos Empantanados junto a Carlos Mayolo), o de Bertold Bretch, en Berlín, exiliado de todas partes por llevar al teatro su visión crítica de la sociedad.

También pudo enterarse de otros suicidios históricos de artistas como Cesare Pavese, Virgina Woolf, Violeta Parra o el mismo José Asunción Silva, uno de los más renombrados poetas colombianos.

Durante sus diez últimos años de vida (donde escribió la mayoría de su obra) también fueron asesinados Pier Paolo Pasolini (en un crimen sospechado de estar vinculado a sus ideas políticas), Martin Luther King y Malcom X. Camilo Torres y el Che Guevara (jóvenes de familias acomodadas como él, remando contra su destino en la sociedad) murieron combatiendo en la selva colombiana y boliviana. En Chile, tras el suicidio de Salvador Allende, el régimen de Pinochet acaba con la vida de Víctor Jara, quema las viviendas de Pablo Neruda (casi muerto de pena tras el golpe), destruye los originales de la emblemática Cantata de Santa María del grupo Quilapayún, mientras manda a guardar en bodegas húmedas la colección del Museo de la Solidaridad Salvador Allende, con cuadros de Joan Miró o Antoni Tapies. Escenas replicables a muchos otros países latinoamericanos.

Gonzalo Arango muere atropellado después de haber desertado al nadaismo para trasformarse al catolicismo en la isla de San Andrés. Y todo bajo la expectante mirada de Marcuse, desde su acomodada posición de profesor universitario en California.

“No quiero hablarte de proyectos: tengo miles, entre ellos un inmenso libro sobre los Stones que entroncaré con el fracaso de mi generación: tú no te lo explicas como aquí tampoco se lo creerán, pero bueno teniendo en cuenta que este año sale por Colcultura y por Crisis de Argentina mi novela ¡Qué Viva la Música! y que actualmente un grupo de Bogotá monta mi adaptación de La ciudad y los Perros, puedo ir pensando perfectamente en mi obra última, la menos intelectual, la más autodestructiva”, le dice Caicedo a Miguel Marías (crítico de cine español y colaborador de Ojo al Cine) en una carta de abril de 1976, poco antes de su primer intento de suicidio (con una buena cantidad de valiums y un cuchillo de cocina oxidado).

“Su obra es la de un romántico, un maldito. Su suicidio es el gesto de una voluntad íntima que sella esta condición. No quiere traspasar las fronteras de su juventud, siente que está alcanzando la madurez y se niega a ser un parte de un país de viejos, pues sabe que esa dictadura senil excluye la vida y preserva un orden. Sabe muy bien que las guerras las arman los viejos para que los jóvenes se maten entre sí”, explica Peláez en el programa de Angelitos Empantanados.

“Un escritor puede ser frío, técnico, como Borges, o aprender a escribir afectado, eso que llaman literatura confesional, que es lo que hace por ejemplo Silvia Plath, escribir desde su infierno. Pero hay que tener talento. Porque vos porque te echó la novia no quiere decir que vas a escribir los mejores poemas de despecho. La grieta que tiene Baudelaire, que es la misma que Pessoa, la tienen diez mil personas. Pero de esas diez mil, solo una puede escribir, la diferencia es de talento. Andrés era un joven que sufría como muchos jóvenes que sufren y tienen depresión, que tienen el tormento adentro, con la diferencia que él lo sabía expresar. Beckett estuvo pensando seriamente en el suicido, pero encontró la forma narrativa de superarlo. Y Borges siempre hablaba bien del suicidio”, aclara el director del Teatro Matacandelas poco después de una función privada para colegios de Cali a un par de meses de cumplirse 30 años de la muerte del escritor.

En 1977, los diarios hablaban de 7 muertos y 117 heridos por una explosión de gas en la ciudad, 100 por un accidente en la mina El Silencio en Antioquia, y 4.000 por un terremoto en Rumania, la muerte de Vladimir Nobokov, Charles Chaplin, Roberto Rossellini, María Callas…, el ex presidente cubano Carlos Pío Socarrás se suicida en Miami, mientras que el homosexual Harvey Milke es elegido miembro del Consejo de la Ciudad de San Francisco y Idí Amín Dadá, presidente de Uganda, dice públicamente ser caníbal.

“El día que murió me lo encontré como a las doce del día, lo noté exaltado como siempre, me mostró su novela ¡Qué Viva la Música! que le acababa de llegar de Colcultura y me preguntó por Patricia; la andaba buscando. Le dije que no, entonces él me dijo que si la veía le dijera que él la andaba buscando como alma en pena”, cuenta el escritor y amigo Fernando Cruz Kronfly.

Luego almorzó en la casa de sus padres en Ciudad Jardín, y le pidió a su madre que lo dejara en el café Los Turcos, donde finalmente divisó a Patricia, Restrepo, cineasta, su pareja del momento. También tenía que recoger una carta de Miguel Marías con un material para la próxima edición de Ojo al Cine, ya casi terminada.

“Es que ayer pensaba cuando estaba tomando esa Popular en la Aragonesa: este tipo es muy extraño, hace esto el día que sale ¡Qué Viva la Música! ¿En que mundo vive? Porque otro cualquiera dice: ¡joputa!, me voy con los amigos a celebrar, a firmar autógrafos. Que es una cosa que me decía la hermana: que la editorial tenía reticencia para publicarlo porque Andrés no firmaba autógrafos”, cuenta Pelaez.

A pocas cuadras de la Aragonesa, cerca del edificio Corkidi, donde vivía y donde Caicedo dio por terminada su vida cerca de las tres de la tarde, Fernando también lo vio por última vez unos pocos días antes.

“Uno ni preveía el desenlace, ni sabia lo que estaba pasando. Lo-loco, está vez si me quiero morir, me dijo. ¿Por qué?, le pregunté. Porque acabo de convulsionar en la ducha. Y Patricia me dijo que si. Era una convulsión esteroide. Andrés era una persona no tenía tiempo, que siempre parecía que estuviera en estado angustia. Y no le dieron la pepita ideal para sobrevivir. Algo que lo mantuviera en calma. Lo jodieron. En esa época no existía el Sanax ni el Rivotril, entonces tuvo un mal tratamiento psiquiátrico. Y el psiquiatra, José Francisco Infante, un tipo que no era ningún aprendiz, bruto a morir (esa gente que hace la psiquiatría por dinero) le hizo terapia de choque y de pánico, como diciéndole: tomas drogas y te vas a joder. Eso le dio la puerta, de que no se quería seguir deteriorando”, explica Fernando y cuenta: “el entierro fue lindo, había mucha gente joven, muchachos entre los 15 y los 30 años. Lo enterramos y hubo un llanto colectivo, mucha histeria. Había mucho reconocimiento que nunca se le había expresado, y Andrés necesitaba eso, que le dieran valor a sus cosas. Cuando teníamos discusiones yo le decía que lo suyo valía pero que había que gozar la vida. A él no le importaba, quería pasar a la posteridad”.

De los tres amigos entrevistados, es él único que dice haber leído con entusiasmo los cuentos de Andrés en vida.

“El venía con sus textos, y a veces los leía, como él leía los míos, o los del resto, pero no me parecían excepcionales. Además, como era una persona muy obsesiva, trataba de no pararle mucha bola”, cuenta Charly.

“A mi me era simpático, pero en el momento no lo leía. Andrés no era reconocido. Leía su crítica cinematográfica, que me interesaba, pero su obra literaria la empecé a leer mucho después”, explica Maria Eugenia.

“Ahora se habla de Caliwood, pero en ese entonces eran como unos muchachos locos, que no tenían valor. El reconocimiento se fue dando con el tiempo, cuando se fueron haciendo películas de verdad. Aquí se ha ido mucha gente”, dice Fernando.

Carlos Mayolo murió este año en Bogotá, donde forjó una importante carrera. Donde también viven y siguieron su carrera artística Luis Ospina, y Jotamario Arbeláez, que cuenta: “Andrés era cinco años más joven, entonces en los bares, uno no le hacía mucho caso. Un niño cansón, andaba por ahí con su libro El Atravesado. Pero cuando sale que ¡Que Viva la Música!, me dije: que clásico”.

Además de esa versión de El Atravesado de Ediciones Piratas de Calidad, que había editado con plata de su madre y ¡Qué Viva la Música!, Caicedo no había dejado más obras publicadas, salvo su trabajo en diarios y revistas.

“Yo nunca voy a ser escritor ni cineasta famoso. Lo único que yo quiero es dejar un testimonio, primero a mí de mí, luego a dos o tres personas que me hayan conocido y quieran divertirse con las historias que yo cuenta”, le decía en una carta a Carlos Mayolo.


“No intentes regenerarte en Bogotá borracho, que cuando llegues a Cali, caes”
Andrés Caicedo.

III Cali sin Caicedo ¿Caicedo sin Cali? (la desesperación del mito)

“Yo había oído hablar mucho de él, pero no había tenido oportunidad de acceder a la obra. Más o menos en el 81 cayó por accidente un libro de él en mis manos y me impresionó mucho. Cuando terminé de leerlo la impresión fue contundente: estoy en presencia de un poeta berraquísimo. Desde ese entonces hasta el 95 estuve leyéndole, 13 años de asimilarlo. Pero con todo el mundo que hablaba uno le preguntaba de Andrés Caicedo y decían: un loco muy genial. Se ha creado una leyenda, pero yo estoy absolutamente convencido de que se trata de un iluminado, como Kafka o Borges, cada día escribe mejor”, cuenta Peláez, uno de los grandes impulsores de la obra del escritor.

“Durante mucho tiempo la obra de Caicedo se limitaba a un volumen cafecito que salió por una editorial que está semidesaparecida, que se llama Oveja Negra, que como se demoró en ser reeditado circulaba de mano en mano. Se conseguía solo ¡Qué Viva la Música! y El Atravesado en fotocopias. Cuando te entraba la caiceditis también buscabas la copia de la recopia del documental de Luis Ospina que se llama Unos Pocos Buenos Amigos. Y aún hoy son ediciones que la gente está ávida por conseguir, salen, se compran y no lo vuelven a editar, casi como que siempre sus libros están a punto de estar fuera de prensa”, cuenta desde El Planetario de Bogotá el escritor caleño Antonio García Ángel, que recién pasados los treinta se ha convertido en una de las promesas de la literatura colombiana al haber ganado la segunda edición de la Iniciativa Artística Rolex, que le permitió corregir su segunda novela, Recursos Humanos, con el mismísimo Mario Vargas Llosa.

Fue alrededor de 1984 que un amigo (Luis Ospina) y un temprano admirador (Sandro Romero Rey) de Caicedo se encargaron de convencer a sus padres de abrir “el candado que protegía con celo el material inédito”. “El hallazgo, no podemos negarlo, fue impresionante: cientos de folios amarrados con relativo orden, contenían versiones y versiones de cuentos, varias novelas, buena cantidad de largometrajes que se quedaron en el papel, obras de teatro, correspondencia desaforada, proyectos, traducciones de artículos de cine y canciones de los Rolling Stones, incalculable colección de críticas de cine, poemitas y toda suerte de arrepentimientos varios”, aclaran los recopiladores en el prólogo de Destinitos Fatales (el volumen cafecito, luego reeditado en negro).

Ospina y Romero Rey fueron también los responsables de la publicación de sus escritos sobre cine (Ojo al cine, 1999) y la novela inconclusa Noche sin fortuna (que Editorial Norma lanzó en 2002 con motivo de los 25 años de su muerte).

Son ellos los que aclaran: “Toda la obra de Andrés Caicedo parte, depende y se inscribe en la ciudad de Cali. Esto, que parecerá un accidente, se convierte en una actitud en todo su trabajo, pues resultaría prácticamente utópico el hecho de pensar que un autor como Caicedo existiese en otro ciudad colombiana”.

“En los últimos años Andrés tenía el proyecto de irse a vivir a Cartagena. Y uno se pregunta metafísicamente que vuelco habría dado su literatura. Pero a mi me resulta sumamente extraño. Hay una caleñidad en Andrés muy potente. Sacar esa obra de esta ciudad es muy difícil.

Hace alrededor de 9 años hubo un proyecto de montar ¡Que Viva la Música! y se pensó por cuestiones económicas filmarla en La Habana. Mucha gente se opuso porque decían que Andrés sin Cali era muy dudoso.

Él tenía un odio, y al mismo tiempo un apego a esta ciudad impresionante. A través de todo lo que escribió, está hablando de los sitios, los está puntualizando, hay una geografía del territorio. Hay una ruta caicediana. Nosotros para montar Angelitos Empantanados hicimos ese recorrido. Ahí podes ver todas las locaciones y hasta incluso ubicar geográficamente el punto donde muere Angelita.

Él habla muchísimo del río Cali, un río absolutamente reinventado. Alguna vez que estuvimos en España con esta obra, y preguntaban si era un río hermoso como el Tajo o el Guadalquivir. Y es un hilo de agua, una quebradita.

En Medellín o Bogota no conocemos una descripción o una reinvención de esa ciudad. Se decía que si un terremoto o algún desastre telúrico sucediera y desapareciera Dublín, podría reconstruirse a través del Ulises de Joyce. Y Kafka reinventa New York en América y nunca estuvo ahí. Y a mi se me antoja que Sábato en Sobre Héroes y Tumbas reinventa Buenos Aires.”, explica Peláez.

Toda esta pasión desesperada de Caicedo por Cali, a veces parece no ser correspondida. “Para mí vivir en Cali es como para el cónsul de Lowry vivir en Quauhnauac”, dijo alguna vez el escritor que también confesó: “que jartera tener que morirse en Bogotá”.

“La sociedad caleña ha sido pacata, ignorante y no ha sido visionaria de las personas que tienen a su alrededor que puedan dar y que puedan crear artísticamente”, dice Fernando Calero mientras se queja de que no halla una plaqueta conmemorativa sobre la muerte de su amigo en el Edificio Corkidi.

“A mi me ha sorprendido la apatía del público caleño con Andrés. Cuando vas a Bogotá, la gente quiere saber y hace trabajos, hay una adoración por el tipo. Acá todavía hay una especie de repulsa, porque todavía no lo asumen. Aquí uno les pregunta por Andrés y dicen: yo lo conocí, era un tipo chevere… Acá no acaban de creer que es un gran escritor.

El poeta es un hombre invisible entre los hombres. Los críticos se equivocan cuando analizan a sus contemporáneos, y aquí no hay la distancia suficiente como para poder apreciarlo, sobre todo esta generación. A Cesar Vallejo, Neruda lo despreciaba, decía: ese indio. Él no sabía que el monstruo era Cesar Vallejo”, explica Peláez.

“Lo que yo he visto con todos mis amigos, que sufrieron de caiceditis, es que te metes durísimo y después te toca salir casi desinfectándote. Todos los aspirantes a escritor caleño que alguna vez fuimos, empezamos tratando de hacer nuestro calicalabozo. Lo que pasa que después tenés que renegar de eso. Porque sino puede pasar un poco como lo que sucedió con García Márquez acá en la generación de los setentas, era tan fuerte la influencia que todos terminaron siendo una copia mala de él, un realismo mágico devaluado, deslucido. ¿Cómo vas a escribir como Borges?, el único que puede escribir como Borges es Borges.

Caicedo tiene una voz muy personal y muy fuerte y muy potente en el sistema de la literatura colombiana que existía en ese entonces. Nadie hablaba con luz propia en ese momento, con una voz tan reconocible. Uno abre una página de Caicedo y sabe que es él. Hay una angustia verdadera que es inimitable”, opina García Ángel.

“Hay que considerar el momento en Andrés escribe, que es un momento muy interesante para Cali. En Colombia los años veinte están muy marcados por Barranquilla, que era la puerta de oro, era una ciudad que estaba delante de todo, y había hombres muy notables de la literatura. Pero Barranquilla empieza a perder ese liderazgo cultural que de alguna manera se va trasladando para Cali, por la prosperidad económica que empieza a verse. Había un círculo más cosmopolita, se viajaba mucho, había mucho contacto con Estados Unidos y Europa. A nivel de pintura, cine, literatura, Cali empieza a experimentar movimientos muy interesantes. Y la música, que tiene una gran influencia en la literatura de Andrés. Él mismo describe eso en ¡Qué Viva la Música!, que mientras en Medellín se escuchaba el llamado chucu chucu, con grupos como Los Hispanos o Los Graduados que trabajaban la música de una manera bastante agropecuaria, o en Bogotá se escuchaba a Sandro de América, acá estaba entrando toda la música de Puerto Rico, el son cubano, los Rolling Stones, los Beatles. En el 66 se acuña el término salsa y Cali inmediatamente acoge este ritmo. Y Andrés empieza con el rock que a él lo apasiona, lo toma como un símbolo de rebeldía, pero cuando empieza a tener relación con la gente del sur, con pandillas que no son del estrato social de él, se apasiona por la salsa de una forma tan tenaz que le inspira ¡Qué Viva la Música!”, cuenta Pelaez.

“Hay un mapa en la literatura en la obra caicediana que él va construyendo a partir de su mirada y su caminar por la ciudad. Era una época que caminábamos la ciudad, porque Cali se prestaba para eso. En estos momentos nada te deja caminar más allá de los horribles centros comerciales. Cali no posibilita nada interesante”, afirma María Eugenia Rojas en su clase de la Universidad del Valle, luego de la proyección del documental Unos pocos buenos amigos, de Luis Ospina. Los alumnos reconocen que hoy en día, prefieren rehuirle a los espacios públicos y concentrarse más bien en espacios cerrados, en especial bailaderos.

“En el tejido de sus lugares y sus referentes, los jóvenes de hoy no incluyen por supuesto aquellos sitios públicos propicios para el despliegue del pensamiento crítico y la palabra politizada e ideologizada, pues los jóvenes de hoy están definitivamente en otro cosa. Más bien privilegian aquellos lugares donde el cuerpo en danza sustituye a la palabra y al pensamiento, centro, eje y motivo de la actual convergencia. Una especie de la ideología de la salsa musical se ha apoderado de todo. (...)La ciudad es hoy, entonces, un universo de discotecas y bailaderos, redes viales capaces de tejer y disminuir las distancias entre esos sitios y de facilitar el vertiginoso desplazamiento de los cuerpos ansiosos hacía los comederos de perros calientes, papas fritas y hamburguesas adornadas de salsa de tomate y mostaza sobre montones de salsa Niche”, se queja Fernado Cruz Kronfly en sus “Ensayos sobre la modernidad y la Contemporaneidad”.

“Veo la ciudad muy decaída, muy debilitada, pero yo creo que con un impulso, una buena administración… Tampoco se trata que la ciudad se arregle cuando el gobierno es bueno, se trata también del ser caleño. Así como en una época fue un ejemplo de urbanismo, la gente hacia cola para subir a los buses. Y por otro lado, sobre todo los colegios, eran los más agresivos, cualquier situación anómala del gobierno, tenía rebotes bastante resonantes. Pero bueno, la ciudad en realidad no son las calles ni los ladrillos, sino el comportamiento de la gente. Pero yo quisiera ver otra vez una Cali arrebatadora”, se transporta treinta años atrás Jotamario Arbeláez.

“Ese florecer cultural de los setentas fue arrasado en los ochentas por la cultura del narcotráfico y en los 90 por la cultura del dinero fácil y los coletazos del narcotráfico. Ahí no hay cabida para el arte, ni para el cine, ni para la literatura. Cuando yo me gradué en el 91, las tías más buenas salían con lo traquetos. Si eras artista valía huevo. De alguna manera muchas cosas que uno hace buscan una validación social o algo así. Eso fue aplacado en todos los niveles por el narcotráfico. Todas las esferas se contaminan. Personajes, como Umberto Valverde, terminaron sepultados por esa cultura del dinero fácil, metidos en esta bohemia de cafetín salsero que terminó erosionando ese talento hasta deshacerlo”, explica García Ángel.

“El narcotráfico fue un fenómeno que opacó todas las instancias, incluso las políticas, lo que empieza a mandar es el dinero, y las camionetas, fue una crisis impresionante. Pero no sé hasta que punto lo fue para la literatura o los poetas, incluso muchos poetas comieron de las mafias. Los artistas somos personas de tercera categoría en estas sociedades y tenemos que comer de las sobras, bien sea del capital legal o ilegal, o del mismo gobierno. Uno como poeta allí donde hay un pastel o una empanada, se la come. El narcotráfico no fue negativo por ejemplo para los pintores, que vendieron mucho y a buen precio. Yo no sé si la creatividad de ellos mermó con la afluencia de dinero de la mafia”, reniega nuevamente Charly Pineda, que aclara que “la corte siguen en funciones, a veces se reúne y se siguen produciendo nombramientos. Aunque obviamente hay muchos ataques, y mucho malentendido, muchas persecuciones por la monarquía, unos odios espantosos”.

“Hubo como un efervescencia del dinero que lo que podía fomentar era cierto tipo de arte, como una arquitectura muy exótica. En la Pasoancho había una réplica del Partenón griego, donde se parqueaban los autos. Uno de los planes turísticos que yo le hago a la gente que va a Cali, es llegar hasta Ciudad Jardín y caminar Pance adentro mirando casa raras. Lástima que uno no pueda entrar a mirar la efigie egipcia que tira agua, pero uno encuentra unas cosas rarísimas. Algún día habría que abrir todas esas casas para que la gente fuera de tour”, cuenta García Ángel.

La Pasoancho es casi la continuación de la 13, para el sur, allí donde ahora se han construido grandes shoppings y conjuntos residenciales. Ciudad Jardín, donde se agrupan los restaurantes de alto poder adquisitivo y las oficinas de los nuevos ricos caleños, donde descansan los baúles de Andrés Caicedo en la casa de sus padres, sin saber que en Cali, ya no hay norte, ni sur. Todo quedó mezclado en la salsa del narcotráfico, que después de un breve tiempo de efervescencia económica, terminó desbordando la pobreza de la ciudad a las lomas de oriente u occidente, a las invasiones de Aguablanca o Terrón Colorado.

“Cali es valle, lo demás es loma”, dicen por ahí en la ciudad donde algunos artistas siguen resistiendo al calicalabozo, mientras la mayoría ha emigrado a otras ciudades.

“Hay un foco de irradiación artística... teatreros, principalmente pintores, pero yo no he visto poetas últimamente, quizás porque vivo lejos de Cali”, confiesa Arbelaez.

“Yo no he sido muy de explorar el terruño, yo tengo contacto con la generación mía que se ha venido saliendo de un lado y el otro. En el cine hay un movimiento muy interesante, pero se hace acá en Bogotá, hay un resto de caleños haciendo comerciales en cine, es como los taxistas pakistaníes en New York, para hacer un comercial vas a buscar un grupo de seis y cuatro son caleños”, dice García Ángel, que meticulosamente esgrime una teoría conspirativa sobre la literatura caleña que podría denominarse: “La maldición de la primera novela editada”.

“En Cali todos prometían y se ahogan. Hay un personaje que es Gustavo Álvarez Gardeazábal, que tenía 22 años cuando se ganó el premio Nadal de España con “Cóndores no se entierran todos los días”, una novela sobre la violencia de mitad de siglo entre liberales y conservadores. Y era una figura prometedora dentro del panorama literario. Pero luego empezó a sacar obras mas o menos, se metió en política, terminó siendo alcalde, y en el noventa y dos le empezaron a sacar unos trapos al sol, terminó encanado, y ahora trabaja en un programa humorístico de radio.

Está Fernando Cruz Kronfly, que en el 87 vos preguntabas por él y te decían: ¡El mundo va saber quien es! Ahora no te podría decir ni una novela de él.

Cuando Uumberto Valverde saca Bomba Camará, tenía elogios y prólogo de Guillermo Cabrera Infante, cuando pisaba fuerte en la literatura latinoamericana. ¿Y qué paso? Nada ahí se quedó. Después escribió Quítate de la vía perico, pero tuvo un silencio como de 15 o 20 años.

En el 94 aparece Philip Potdevine, caleño, se gana en 1994 el premio más importante, el de Colcultura, con una novela que se llamaba Metatron. Y era: ¡García Márquez jubílate!

Y en cuestión de un año y medio, era una figura totalmente desinflada que no pesaba para nada en el panorama literario de Colombia. Empezó a sacar libros de haikus, hizo su propia editorial y se desvaneció un poco.

Incluso hay escritores de la generación de Caicedo como Germán Cuervo, que escribió Los indios que mató John Wayne, o Fabio Martínez con El habitante del séptimo cielo, que son como una versión descafeinado de lo que era Andrés Caicedo, y su obra no trascendió. Hay un personaje, Boris Salazar, que tuvo también como una serie de novelas y cuentos, y tiene cierto oficio. Tuvo una novela que a mi juicio es importante que se llama La Otra Selva, pero tampoco ha hechos obras que trasciendan, y enseña Economía en la Universidad del Valle.

Yo siento que hay unos nombres por ahí. Por ejemplo, hay una pelada que se llama Pilar Quintana que tiene una novela que se llama Cosquillas en la Lengua y que está por sacar la segunda. Por un lado es una voz femenina en este panorama masculino total que hay, y por otro lado se fue a vivir al Chocó (en la selva del pacífico colombiano) y por allá tiene su parcelita, cultivará su bareta y escribirá... No tiene un estilo tan depurado pero a mi me parece que tiene más ganas, tiene más garra.

Yo siento que nadie se la tomó en serio, nadie dijo: voy a aguantar hambre sueño, sed, voy a acabar con mi matrimonio, lo que sea, pero voy a hacer una obra. Todos han tenido que agarrar su flotador, su trabajo en la Universidad, nadie se ha metido de cabeza con el machete para abrir el panorama de la literatura en Cali.

A mi me da la sensación de que a lo mejor Caicedo dejó sin resolver ese futuro que podría haber venido en un fade out lento, paulatino, que parece casi un plano, que en un lapso de 30 años te va dejando en una deriva de baja calidad, como la que para mi han llegado los nadaístas. En cambio te pegas un tiro y lo dejas todo en la cresta de la ola”.

Sin haber entrado en las grandes antologías (a pesar de que algunas lo miran de reojo), esquivando la fama, cumpliendo una vez más con su propia profecía, Caicedo sin embargo se ha ido transformando, a pesar de las maldiciones que pesan sobre su obra y la de los escritores caleños, en un mito para la juventud colombiana, que se pasa sus libros de mano en mano, y cuelga sus afiches junto a los del Che Guevara, Los Aterciopelados o Shakira.

“Andrés de todas maneras siempre decía que le gustaría que sus libros se pasaran clandestinamente en las aulas de clase, ser un profeta del mal ejemplo”, explica Peláez.

“Sin haber publicado mucho en vida, en este momento toda la juventud lo venera. No creo que sea un fenómeno editorial mayúsculo, pero si una imagen muy fuerte”, dice Arbelaez.

“Es una figura que se resiste a entrar al centro del canon literario nacional .Yo lo siento como un rito de paso, como ciertos libros que los puedes leer después, pero si los lees en la angustia, en el furor de tus 17 o 18, cuando vas contra el mundo, se sienten más. Como Walt Whitman o Rayuela de Cortázar. Por eso es una obra difícil de leer. Para un maestro está lleno de bareta, y de perico, y de una rebeldía que de alguna manera es explosiva para el sistema, aun hoy. Si es el libro que vas a gozarte a esa edad, pero no te lo pueden dar a leer en el colegio, porque puede haber algún problema, se mantiene en ese borde donde esta la obra de Caicedo”, explica García Ángel.

“Andrés lastimosamente empieza a coger como esa fama del pelado loquito que se suicidó. Hay una imagen muy cómoda que hace que no se lean sus libros: el tipo era un drogadicto, un melenudo rebelde. De hecho cuando estrenamos la obra de teatro hubo mucha gente que nos dijo: que chévere, escribía bien. ¿Y el tipo escribió eso? Si era un loco, un drogadicto.

Y otros tuvieron cierto rechazo: yo me imaginaba que era más loco.

Pensaban que íbamos a mostrar veinte tipos con bota campana inyectándose y diciendo que todos teníamos que inyectarnos. Es una imagen falsa, la imagen que nosotros estamos tratando de mostrar es la del poeta”, dice Peláez que también cuenta como la figura de Caicedo ha cogido el tinte de una maldición en la que todos los jóvenes que lo leen acaban suicidándose. Pasó con el dibujante de la portada de la edición Angelitos Empantanados de Editorial La Carreta, Roberto Fernández, y con uno de los ganadores del concurso de cuentos que convocó la Fundación Andrés Caicedo, que dirige su padre.

“Y muchos jóvenes empezaron a decir: hay que hacer como Andrés, suicidarnos. Entonces empezó ese temor oficial de que se iba a venir una ola de suicidios entre los jóvenes. Entonces mejor no darlo a conocer. La familia ha tenido problemas con eso, porque lo han tomado como un efigie para ciertas cosas, y Andrés ha sido manoseado en muchos puntos de vista, pero yo creo que de toda maneras hay una cosa que es contundente: cada día se estudia más, cada día se lee mas. Es tenaz el amor que ha suscitado ese muchacho sobre todo en Medellín y en Bogotá, hasta en Perú, que han venido a hacer investigaciones. La última edición de El Atravesado sacó 50.000 ejemplares y hay interés en España y Alemania por publicarlo”.

“Acá vino un autor mexicano que se llama Luis Humberto Crosthwaite que venia a buscar los libros de Caicedo, y hay una autor que se llama Francesco Varanini, italiano, que tiene un libro, El Viaje Literario por América Latina. Es un autor bastante riguroso hablando sobre Felisberto Hernández, Borges, Cortazar, Jorge Edwards, García Márquez, y uno de los capítulos esta dedicado a Caicedo. Y es un buen capítulo, lo pondera. En Perú hay una ondilla caicediana que se nota, un poco también de voz a voz, y en México lo relacionan con José Agustín, que es un autor que no se suicidó sino que es un personaje que quedó anclado allá en el tiempo, y que de alguna manera le hubiera podido ir mejor de ser una figura más maldita de la que terminó siendo”, dice García Ángel.

Vale preguntarse que hubiera pasado con Andrés Caicedo de no haber decidido quitarse la vida. ¿Habría alcanzado la posteridad, el reconocimiento? ¿Hubiera mantenido sus principios? ¿Viviría en Cali?

“Andrés tenia como esa visión de lo que a él le iba a pasar. La mamá me preguntaba antes de morir, ya muy enferma, que hubiera pasado si Andrés hubiera seguido viviendo. Es una cuestión metafísica, pero creo que sería hoy un profesor casposo de la Universidad del Valle. Fue un tipo muy radical, que prefirió conservar ese pacto fáustico de ser siempre joven, estar ahí dispuesto a convertirse en una leyenda. Y se ha convertido como una especie de ícono en Colombia frente a esta cosa tan horrible que ha pasado, es decir: vemos un García Márquez que se convierte y se arrodilla completamente ante el poder, un tipo hablando huevonadas por lo medios, un tipo despótico que termina muy parecido en su forma de comportarse a todo lo que criticaba.

Todo en este país cuando comienza a convertirse en símbolo de algo, lo van matando, o lo van llenando de fortuna, de fama, de cosas, y entonces empiezan a fabricar una estatua, y a lijar la estatua y conservar la estatua para el futuro. Y Andrés veía en lo que él se podía convertir”, dice Peláez.

“Uno ve ahora a los nadaístas y son estas caricaturas de si mismos, defendiendo un movimiento que no dio páginas, sino más bien un grito de libertad y contracultura, dejarse crecer el pelo. De todas maneras tendrán un par de renglones en la historia de la literatura colombiana, pero Gonzalo Arango terminó yéndose a San Andrés y haciendo unos poemas malísimos, y ahora ves a Jotamario Arbeláez viviendo super bien en una casa aburguesada, contando su implante de pelo en la revista Soho. O a Eduardo Escobar alimentando un marrano. Es como un poco payasesco. Es mejor hacer como Hunter Thompson y pegarse un tiro o morirse en la ley de uno como Timothy Leary. De alguna manera los absorbieron, los organizaron, los peinaron. Depusieron las armas. Yo prefiero que hubieran sido unos viejos intransigentes, parados en la raya, que cuando vinieran a proponerles que criaran un marrano los echaran a tiros de la finca”, dice García Ángel, mientras que en Bogotá la editorial Norma se prepara para publicar El Cuento de mi vida, una selección del diario de Caicedo (que su hermana Rosario había conservado en el anonimato) con una minibiografía que escribió en la clínica Santo Tomás de Bogotá, donde permaneció 39 días sometido a un tratamiento de desintoxicación luego de su primer intento de suicidio, sus notas mientras escribía ¡Que viva la música!, los pormenores de su fallido intento de venderle un guión cinematográfico a Roger Corman en un viaje a Estados Unidos y hasta dos cartas que escribió el día de su muerte: una de despedida a su “Patricita linda”, y la otra, que quedó en el rodillo de su máquina de escribir, al crítico de cine español Miguel Marías.

La editorial que tiene los derechos sobre su obras también va a reeditar en versiones revisadas y corregidas Ojo al cine, El atravesado, Angelitos empantanados, Calicalabozo, Noche sin fortuna y ¡Qué viva la música!, y Sandro Romero Rey planea una compilación de sus escritos sobre la obra de Caicedo.



Por Cali, El Teatro al Aire Libre Los Cristales y el Museo La Tertulia están entutelados por quejas de los vecinos por ruido y consumo de drogas, y en el barrio de San Antonio, otros vecinos han encarado una cruzada ciudadana contra los pocos tertuliaderos de la ciudad donde se puede escuchar música y hablar de literatura o cine. El teatro San Fernando está cerrado y en el Jorge Isaacs seguramente pasan una comedia con actores de televisión. No hay estatuas ni placas conmemorativas para Caicedo, pero ahí siguen todavía caminando los desesperados de siempre, juntándose en La Gruta o La Loma de la Cruz a tomar vino, inyectarse heroína barata, o fumarse los famosos baretos caleños (porros del tamaño del dedo mayor de un negro chocoano), con los libros de Fernando Calero (que nostálgico pasa por ahí) debajo del brazo, pintando graffitis, tirando, como el Atravesado, las primeras piedras de las marchas estudiantiles.

Hugo Caicedo, el Trauma, es uno de ellos. Histórico integrante del Barón Rojo Sur, la barra brava del América de Cali, escribe poesía desde su adolescencia, y la vende en ediciones independientes a base de fotocopias por las calles y los encuentros dionisiacos con La Gallada Mestiza, colectivo de agitación poética y gráfica que ha conformado junto a otros escritores de Cali, como el cronista Harold Pardey, editor de la Estación Comunicacional Sursystem y coordinador de talleres de escritura en los barrios periféricos.

Trauma confiesa ser un poeta euforista vieja guardia, que encuentra en la calle su inspiración artística para enfrentar la caotica y confusa realidad, con el terrorismo poético.

“A mi me parece que hay un vínculo muy fuerte con la ciudad, porque yo vengo de la mano de varias generaciones. Al principio había pocos rockeros, entonces nosotros le jalamos a agrandar el movimiento acá, y se hizo. Luego ya vino conquistar la Loma de la Cruz los viernes, y montar la cultura del vino ahí, eso no existía. Entonces se juntaron los parceros, llegaban los personajes que todo el mundo ve en la calle haciendo la anarquía. Luego ya llega la aparición de la barra, con todo, en su auge total, y eso logra establecer otro esquema más en la ciudad, otra ciudad imaginaria, un esqueleto de masas. Llega el domingo o el miércoles y la ciudad se tiñe de algún color.

De un tiempo para acá ya vienen otros parches, ya con más mirada política, donde uno escucha cosas que uno sabe que es cierto, y que uno necesita hacer algo para cambiar. Entonces viene la onda rebelde de la ciudad, que es lo que pasa ahora en Cali: fiesta reggae, todo el mundo siendo libre, fumando yerba por las calles, mostrándole a los tombos que no existen. Pienso que es lo próximo que sigue, la próxima generación tiene que acabar con la represión y la injusticia. Ya quedan los últimos tiempos de la rebelión. Si se unen todos esos seres libertarios encontraremos la poesía”.

Comentarios

Martina Lopez Brazzola ha dicho que…
Gracias Tomás por meter a Caicedo en mi camino. De lo más hermoso que leí, entra en mi pequeña biblioteca inmortal.

Martina (una que te compró ¡Que viva la Música! en un bar).
Hotel Boutique ha dicho que…
tenés razón con eso de que uno se mete durísimo y después te toca salir desinfectándote....gracias por hacerme recordar tantas cosas, de es ciudad asfixiante que es Cali!!!de ese odio-amor, por todo lo que es Andrés...

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